Archivo mensual: May 2014

A propósito de que el aborto sea un tema de discusión

José Antonio Giménez Salinas

En Chile se discute, otra vez, ley de aborto (terapéutico). Este proyecto incluye tres casos: i) peligro de vida y salud de la madre, ii) malformaciones y iii) violación. ‘Terapéutico’ es un nombre vacío: son tres casos de excepción que se fundamentan o rebaten de modo distinto. No quiero discutir aquí si este proyecto debiese o no ser aprobado. Me interesa más bien legitimar la posibilidad de que una discusión en absoluto tenga lugar.

De conocidos y amigos que respeto mucho intelectualmente he leído algunos argumentos contra los anti-abortistas que imposibilitan a priori la discusión. Lo mismo vale para los que consideran, como cristianos católicos o evangélicos, que los abortistas están simplemente endemoniados. Sin ocultar que me considero entre los que tienen al aborto como un mal que debe evitarse en todos los casos, me referiré sólo a la intransigencia de los abortistas, si bien reconociendo que la situación contraria también existe.

El primer argumento es la apelación a la ‘inconsistencia moral’. Se acusa a los anti-abortistas de, por ejemplo, no escandalizarse (igualmente) de los crímenes contra los derechos humanos o de la injusticia social. La descripción es parcialmente efectiva: hay que preguntarse entonces si la actitud de esta parte deslegitima el ataque al aborto. Una conducta hipócrita, por una parte, nunca condena la tesis defendida, sino sólo a su defensor. Por otra parte, es una falacia plantear la disyuntiva entre el aborto de los fetos y los detenidos desaparecidos en la dictadura. Estas posturas no están en conflicto entre sí; la hipocresía puede ser acusada por el hecho de que bajo un principio moral – ‘el valor absoluto de toda vida’ – un caso (‘aborto’) sea reconocido, pero otro, no (asesinato y tortura en dictadura). La razón de esta doble moral – que no daña en absoluto el juicio contra el aborto, pero sí acusa inconsistencia en el aparato de creencias del individuo – es fácil de entender: el aborto no compromete un color político, mientras que, quien fue asesinado en dictadura, podría ser un enemigo político. Esto no justifica la inconsistencia moral, pero explica al menos que para algunos sea menos evidente el ‘principio’ en un caso que en el otro.

Otro notable argumento contra los anti-abortistas consiste en suponer en ellos intereses de dominio de clase. El pobre no puede abortar sin ley: el rico sí. La Iglesia católica apoyaría este programa: bienaventurados los pobres (de corazón) porque de ellos será el cielo. Yo creo que este argumento está mal hecho. El rico puede tenerlo todo, es cierto; ahora, los que marchan contra el aborto, sean ricos o no, en general no son los que abortan. Como no todo rico es anti-abortista, sería lo más lógico suponer que los que hacen uso de dichas clínicas privadas son más bien los que no van a las marchas por la vida del feto. Podría formularse la sospecha de otra forma: el rico no toma en consideración que, con la ley de aborto, la pobreza puede disminuir; luego, el rico que ataca el aborto intenta perpetuar la pobreza. Más allá de la evidente falacia de esta argumentación (suponer ‘intención’ en toda la cadena de aparentes consecuencias que se siguen de una decisión), el control de la natalidad es una política que no necesariamente va pareja de pretensiones democráticas: baste recordar la política de natalidad de la República y de la Magnesia platónicas, la primera, una comunidad esencialmente aristocrática, la segunda, una constitución mixta (monarquía-democracia). Finalmente el ‘aborto’ tiene un efecto menor dentro de una política de control de natalidad, la cual se concentra sobre todo ‘antes’ de la concepción. (Si bien la píldora del día después, que ya se vende en Chile, es inmediatamente posterior).

Se esgrime también como argumento de ‘mono de paja’ – contrincante fácil de desmoronar – que el anti-abortista defiende fundamentalmente una posición religiosa, de fe. Si bien la convicción de la filiación divina sitúa la ‘vida’ de toda persona en un nivel trascendente a la determinación humana (nacer, morir y existir significan otra cosa), los argumentos contra y a favor del aborto tienen origen del todo diverso. La no-posesión absoluta de sí fue ya defendida por Platón para criticar el suicidio. Sin embargo, su defensa de la vida – por su trascendencia y dependencia – no lo llevó a defender al feto: el alma no sobrevendría desde la concepción. Hipócrates, por otra parte, llamó al aborto homicidio. La discusión tuvo una vida pre-cristiana. En la filosofía moderna nos encontramos con la paradoja de Kant: con él se defiende la vida del feto, por ser en potencia un fin en sí mismo (persona), y se la ataca, subrayando el valor de la autodeterminación. Si la bandera anti-abortista es en el fondo una religiosa, habría que aceptar que la condena del homicidio sólo puede ser explicada por fundamentos religiosos – intentos no faltan –, pues aborto se condena como homicidio. La cuestión aquí entonces es doble: si aborto del feto es homicidio  o un tipo de homicidio y, si lo es, si el derecho allí defendido, al entrar en conflicto con otros derechos, debe ser interpretado prioritariamente o no.

Me quiero referir a un último argumento que impide empezar siquiera esta discusión. Podría ser llamado el falacia ad virum. Se esgrime que por ser la mujer la directamente involucrada en el embarazo y en su posible suspensión, los hombres están deslegitimados para emitir una opinión sobre el tema: quien se opone al aborto, sería sexista, tratando esta vez no ya el cuerpo de la mujer como ‘mercancía’, sino como ‘transporte’. Una tal opinión ‘sexista’ fue defendida hace poco por una senadora chilena: dijo que la mujer ‘presta el cuerpo’ (las mujeres, obviamente, también pueden ser sexistas). Yo no estoy de acuerdo con esta opinión. Pero al otro lado hay una metáfora que me parece aún más nefasta: es la imagen del feto como ‘parásito’ que impide la liberación de la mujer, tesis defendida por la ideología de géneros y recreada brutalmente en la película Alien (1979). Ambas metáforas tienen algo en común: niegan la relación de la madre con el feto. Tal relación íntima hace de la mujer la más interesada en la vida por nacer; por otra parte, la que tiene mayor responsabilidad sobre ella. La comprensión ‘parasitaria’ del feto niega esta relación o, al menos, la vuelve ‘unilateral’: el parásito depende del organismo parasitado a la vez que lo consume; el organismo parasitado no se relaciona con el parásito más que como su negación. La relación no deflacionaria ni alienada de la madre y el feto implica, por una parte, una posición privilegiada de la madre en referencia a esa relación, por otra, una relativa independencia de las partes de la relación. Si el feto debe ser considerado como persona humana, entonces, toda otra persona (del universo) está también en una relación con él: ese es el fundamento de los derechos humanos. Hombres y mujeres del mundo tendrían entonces todo el derecho de tener una relación con el feto y todo el deber de protegerlo. La madre seguiría teniendo una relación privilegiada, si bien el resto de la comunidad participaría de otro modo también de esta relación. Obviamente el supuesto de esta argumentación puede ponerse en cuestión: que el feto sea persona. Ahora, si se reduce la discusión sobre el aborto a la relación privilegiada de la madre – y de la mujer en general –, se zanja la discusión sobre el status del feto antes de haber empezado a discutir. Y eso es hacer trampa.

Las condiciones de una discusión racional no garantizan, para nada, que la discusión que tendrá lugar será realmente racional y que tendrá resultados del todo validados por el proceso de intercambio de posiciones. Pero si no podemos como seres racionales vivir siempre en la verdad – siquiera a veces –, podemos al menos, una y otra vez, intentarlo.

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La triste historia. A propósito de la crisis de Ucrania

P.D.Bruegel muerte

“En este desastre de mortalidad, ¿quién podría contar las desgracias que abundan en la sociedad humana, quién podría siquiera estimar su número? … Si una casa, refugio común del género humano en estas desgracias, no se halla segura, ¿cómo lo estará una ciudad, si siendo mucho mayor, más lleno aún está su foro de litigios civiles y criminales? Aunque  la ciudad goce momentáneamente de la paz y se halla libre de sediciones no sólo turbulentas, sino que muchas veces de sediciones sangrientas y guerras civiles, jamás las ciudades están siempre libres de tales peligros” (San Agustín, De civitate dei 19, 5).

 

“Cuando contemplamos este espectáculo de pasiones y consideramos las consecuencias de su violencia…en la historia, el mal, la maldad, el perecimiento de prósperos imperios, que el alma humana ha producido…sólo podemos terminar este espectáculo del pasado (perecimientos que no sólo son obra de la naturaleza, sino del espíritu humano) con pesar e indignación…” (Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia, Ed. Lasson p.57)

 

San Agustín y Hegel, dos observadores penetrantes de la historia desde ópticas distintas (y contrapuestas) coinciden en que la historia humana es, lamentablemente, una serie sin pausa de guerras, sufrimiento y caos. Quizá vale la pena recordar esta triste verdad durante el presente año 2014, cuando se cumple un siglo del comienzo de aquella guerra que sepultó brutalmente la creencia de que el civilizado occidente había, definitivamente, dejado la barbarie atrás para siempre. A una parte importante de la élite europea la Gran Guerra la tomó por sorpresa. ¿No estábamos avanzando sin parar hacia la “paz perpetua”? Y el siglo XX volvió con más barbarie y guerra que nunca.

 

“Si usted pudiera investigar todas fuentes históricas, ¿qué encontraría? Nada más que una verdad… la verdad de que en todas las épocas y en todas partes ha reinado la miseria….Así es, así fue, y así será. Es el destino del hombre.”(Goethe). Una frase dura, qué duda cabe. Pero conviene rumiarla y tenerla presente, porque si la historia y la experiencia algo enseñan, es que el hombre se ha venido matando desde Caín y Abel. A veces se vuelven a escuchar en Europa voces que aseguran que los horrores y las guerras del siglo XX son cosa del pasado, y que una en una sociedad abierta y democrática eso ya no debería pasar. La “primavera árabe”, recibida no sin ingenuidad por la opinión pública occidental como una “democratización” u “occidentalización” ha derivado en guerras civiles, masacres y caos. ¿Y quién puede asegurar que no estamos incubando otro sistema totalitario u otro engendro parecido? Muchos alemanes, por ejemplo, creen que mientras haya menos neo-nazis la sociedad está fuera de peligro, como si el nazismo fuese la única posibilidad del horror. Y es que, como nota Kundera, en una época sin certezas, al europeo sólo le quedó Hitler como brújula absoluta de bien y el mal.

 

No deja de ser llamativo que a 100 años de la primera guerra mundial, justo cuando los europeos inauguran congresos académicos, abren muestras en museos e imprimen libros y revistas para rememorar y explicar el horror, aparece por Europa el fantasma de una tercera guerra mundial. La crisis en Ucrania (que ya ha costado muchos muertos) nos recuerda que las relaciones de los “aliados” con el gigante ruso son extremadamente tensas y que no se puede esperar mucho ni de Putin (personaje siniestro y enigmático para occidente) ni de los “aliados” (ocupados en espionajes mutuos y sin ganas de superar su propia hipocresía).

Si estalla una guerra en Ucrania o no, nadie lo sabe. No tiene sentido profetizar catástrofes, porque el hombre no opera según leyes pre-establecidas y es capaz tanto del mal como del bien. Pero así como no tiene sentido profetizar catástrofes, tampoco tiene sentido profetizar paz y prosperidad. Pero si algo se aprende de los anales de la historia, es que el caos social está a la vuelta de la esquina, y que dormirse en los laureles de la “paz perpetua” es el primer paso para avanzar al precipicio.

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