Por Pato D.
Quien es en realidad maestro, toma en serio todas
las cosas sólo en relación a sus discípulos –incluso a sí mismo
Nietzsche
Status quaestionis
La reseña del libro del Dr. Ehrlich provocó un diálogo muy interesante en el que aparecen varios temas, todos ellos más o menos conectados entre sí. En esta entrada del blog me gustaría retomar un punto que quedó en forma de interrogante. Mucho se dice sobre la crisis de las humanidades y la filosofía en el sistema académico actual, pero poco se propone de modo positivo para abordar esta cuestión La crítica al sistema actual, sería, según las palabras de Mario Molina, “un grito en medio de la cordillera, que desaparece con la misma fuerza que surgió”. El siguiente texto intenta responder a esta cuestión. Sin embargo, antes me gustaría formular un pequeño resumen de las ideas expresadas en este blog por los que se han dignado a participar, para ponernos en contexto.
Una de las críticas a la filosofía actual era la “exigencia compulsiva de publicaciones”, que llevarían a los académicos a perder de vista el fin esencial de la filosofía y a dedicarse a publicar con el fin de abultar el curriculum o simplemente para “justificarse” ante la academia. Más aún, no se trata sólo de publicar, sino de hacerlo en determinadas revistas -según el ránking de indexación adoptado por cada casa de estudios-, en un determinado género (el del paper) y con cierta frecuencia. Este sistema académico, repito, el sistema cuantificado en base a indexaciones, me parece malo para la filosofía y malo para las humanidades en general; y peor aun me parece que este sistema se constituya como el medio para ponderar la calidad de una facultad. Creo que lentamente reduce la praxis filosofía a una mera técnica publicativa que sólo consigue ensanchar las hemerotecas y que pierde de vista la tarea esencial del filosofar.
Los que aquí han opinado están de acuerdo en que este sistema tiene costos, pero que en vista a los beneficios que otorga resulta a la larga un sistema positivo. Así, según Tomás Alvarado este sistema tiene ventajas morales sobre otro sistema, en la medida en que fomenta la laboriosidad a la vez que impide la proliferación de ciertos vicios académicos como el divismo o la flojera: “Si uno quiere trabajar poco, con poca presión y hartos privilegios, tampoco es un buen momento para hacer filosofía. Si uno tiene una actitud más modesta, sin embargo, si lo que interesa es simplemente comprender mejor ‘la cosa’ de que se trate, o contribuir a esa mejor comprensión, entonces -definitivamente- este es el mejor momento para hacer filosofía”. Por su parte, Andrés Santa María considera que es saludable hacer la distinción entre “el oficio del filósofo -cuyo ejercicio nos permite vivir- y la filosofía misma”. El oficio de filósofo consistiría en la vorágine del mundo publicativo, y la filosofía misma sería más bien el encuentro dialógico vivo entre profesores y alumnos. La filosofía no estaría muerta, señala Andrés, porque sigue existiendo este mundo. Por su parte, Mario Molina que el sistema actual es excelente desde el punto de vista de la coordinación de la investigación, porque “genera la posibilidad de cuantificar el trabajo realizado por sus investigadores, de distribuir recursos según este ordenamiento a las distintas facultades y de poder seleccionar las mejores universidades en conformidad con este mismo criterio”. Según Mario, no hay razones de por qué, si el resto de los académicos están sujetos a este sistema de los mediciones (pensemos en los científicos) no habrían de estarlo los profesores de filosofía. Sin estas herramientas “¿cómo justificarán su sueldo los filósofos frente a las autoridades? […] ¿Quién puede garantizar que el outsider de la filosofía realmente trabajará, y no se sentará a escribir meras estupideces?” Hasta aquí Molina. Cristián Dagnino retoma la cuestión planteada por Toño Giménez: “¿progresa la filosofía como progresan las ciencias empíricas?” Si la respuesta es no, como todo parece indicar, entonces habría que dejar de soñar con sistemas unívocos de medición y tratar a la filosofía de un modo que tenga en cuenta su constitución como disciplina cuyo núcleo es esencialmente sapiencial.
Una facultad de filo-sofía en la era del ISI
Si es verdad que la filosofía como tal no se despliega en la mera publicación, sino que en la labor conjunta de profesores y alumnos para responder las cuestiones centrales que plantea la razón humana (Dios, alma y mundo para expresarlo en los términos de la escolástica moderna), entonces, ¿cómo sobrevive ese tipo de estudios en una universidad actual, donde los profesores viven de lo que hacen y tienen que rendir cuenta a sus superiores -ya sea al ministerio de educación, la junta directiva o la junta de accionistas? La cuestión es realmente complicada, pero creo que así planteada no llega a ninguna parte. Si la pregunta es: “¿Cómo puede sobrevivir una facultad de filosofía en la era de la cuantificación?” entonces la respuesta es que no puede sobrevivir. Toda la discusión de la “justificación” de la filosofía supone que ésta se ha sido puesta en tela de juicio por una instancia externa a la misma filosofía, y yo creo que la filosofía sólo se justifica “desde dentro”. Es parecido al caso de un joven que sale del colegio y que quiere estudiar filosofía y tiene que explicarle a su padre el porqué de su elección. El padre entenderá que la elección es razonable sólo cuando capte de un modo u otro -de modo oscurísimo o vago, da igual- que dedicarse a la filosofía es algo valioso para la sociedad, así como también la panadería o el construir puentes lo son. Esta captación ya es, en cierto modo, filosófica, y no externa a ella, pues comparte su supuesto básico: la filosofía no es útil al modo de la agricultura o la medicina, que produce una buena uva o cura a mi hijo.
Por el contrario, si la filosofía se considera una actividad injustificable (motivos sobran: no produce dinero, no “crea” conocimiento, no ayuda a erradicar campamentos o promueve la arrogancia), entonces no se le tolerará sino por medio de una regla externa a ella: que avance, que produzca cosas, aunque sea prestigio o fama, que se reducen fácilmente a bienes más concretos (por ejemplo, también puede ser de ‘buen tono’ que los ingenieros comerciales sepan quién fue Kant: en ese caso, la facultad de filosofía será la facultad del ‘barniz cultural’). Se me objetará que son los mismos profesores de filosofía los que han creado el sistema de papers y que nadie externo se los ha impuesto. Puede ser; en ese caso han hecho suyo un argumento extraño a la filosofía (toda ciencia avanza; la filosofía es ciencia; ergo ésta avanza= hagámosla avanzar), y se han acomplejado, como señala Pablo Follegati, de modo que lo vale como criterio particular es impuesto como criterio universal. Demás está decir que dentro de la filosofía, hay personas que publican cosas excelentes, y se les da bien ese oficio filosófico. Hay otros con un competencia nata para traducir, para editar obras que se han transformado en clásicas, justamente por ser filosóficas. Pero hay tipos que tiene más talento pedagógico. ¿Es éste menos digno de una facultad de filosofía? Creo que la cosa es al revés.
Se me ocurren una serie de principios prácticos para una facultad ficticia de filosofía que de algún modo se desprende de lo anterior:
Financiamiento: No buscar subsistencia fuera de sí misma, es decir, no mendigarle a alguien que no entiende para qué da su limosna. Sacar y sacarse la idea chicago-boy de la cabeza de que lo que no se autofinancia es sospechoso. (Esta idea está bastante extendida en el ámbito académico: facultades de letras han sido cerradas y parece que las Becas-Chile van en esa dirección con «la nueva forma de gobernar» y su afición por los ránkings.)
Oficio: promover la diversidad de estilos entre los profesores, no encasillarlos a todos dentro del “estilo paper”. Promover también el estilo pedagógico, el estilo divulgador, etc. Por lo mismo, medir el rendimiento de los profesores con métodos analógicos y no con una misma vara. Creer menos en el CV y más en las personas de carne y hueso, sin por eso caer en el «amiguismo» o «pituteo» tan clásico chileno.
Relación profesor-alumno: Fomentar la actividad pedagógica, de modo que los profesores tengan tiempo de estar con los alumnos en instancias académicas y extra-académicas (como las notables “sociedades platónicas” que armaba J.T. Alvarado).