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Una rara flor. Lobelia, de Joaquín Trujillo Silva. RIL Editores, 2017, 448 pp.

P.D.

Si tuviéramos que decir de qué trata Lobelia de Joaquín Trujillo, diríamos que se trata a grandes rasgos de la vida de una niña en una ciudad perdida de provincia en busca de la vindicación del abandono sufrido a manos deResultado de imagen para LOBELIA trujillo su madre. Luisa Manso, una niña cuyo genio y apariencia atestiguan un destino superior, es criada por una “tía” (la entrañable Lorena Carrasco) en la polvorienta San Estanislao, donde transcurre su vida enmarcada en el prosaico y a la vez estrambótico paisaje de provincia. Cual heroína griega, Luisa va tomando conciencia de una misión: a través del conócete a ti mismo debe remontarse a su origen y restablecer la justicia violada en épocas pretéritas. A través de la amistad, la religión, el amor, la historia, los viajes y el arte (estadios de la Bildungsroman trujillana) Luisa es capaz de armar una bizarra expedición, junto a su hermano perdido, para conocer a su verdadero padre y enfrentar a su madre.

Sin embargo, ésa es sólo una de las capas de la novela de Trujillo. En realidad, el autor nos advierte ya en el título de que esto no es una novela común y corriente: Lobelia es más bien una Pseudo-fábula, un ejemplar de un género que a su vez evade la clasificación y que se esconde, se falsea, en la imitación, quizá incluso en parodia. Lobelia es también una alegoría, una narración que remite, en sus personajes, acciones y parlamentos, a una cierta cosmovisión barroquísima de la historia de Chile, ese país, que, como toda Hispanoamérica, ha intentado demasiadas veces cambiar identidad sin salir de la adolescencia de ninguna de sus identidades. Como lo han mostrado magistralmente tantos escritores hace varias décadas, el producto de esta juguera de indios, españoles, frailes, masones, mercachifles, dictadores y mendigos, es un escenario que no puede sino describirse como mágico.

En la alegoría trujillana, Chile -Cristina Manso-, producto del mestizaje inveterado de viejos hispanos, portadores de esa vieja Europa de conquistadores rudos pero nobles, vive la tragedia de haberse hecho criolla a sangre para caer en los brazos de una falsa primavera, el mundo del bussiness y la eficiencia devastadora (el mundo de Lenz-mann, ¿“el hombre primavera”?). El capitalismo salvaje lo arrasa todo, hasta lo más sagrado: la inocencia de los niños y los conventos. Luisa es aquella nueva generación chilena, que habiendo sido relegada al oscuro mundo de la Quinta Religión, al mundo de los profesores jubilados de francés, de comerciantes árabes calerinos, de testigos de Jehová cantando en la plaza, lejos del contubernio dinero-política de la capital, constituye una esperanza para acabar con el enmarañado entuerto de nuestra historia.

La prosa de Trujillo es hábil, y no hay página en donde el lector no pueda sacar alguna perlita o una pequeña alegría. Las atmósferas de la Quinta Región están retratadas con maestría. Siendo llaillaino, puedo decir que Lobelia me ha traído a la memoria personajes que creo haber conocido en sueños de infancia: el inspector Sabag, las vendedoras de los catálogos Avon, las parvularias de San Estanislao. Los diálogos fluyen con agilidad, aunque no siempre. Aquí entra la cuestión del género de Lobelia (¡Pseudo-fábula!). No siendo una novela a secas, su carácter puede desperfilarse ante los ojos del lector. Se diría que a veces uno está leyendo una novela escrita desde la dramaturgia o el ensayo.  A veces Luisa Manso habla como la joven original que es, a veces habla en frases marmóreas de heroína griega, y a veces, lamentablemente, como una delirante opinóloga de historia universal.

A algunos lectores les parecerá que Lobelia gana en densidad con sus pobladas reflexiones y excursos históricos; otros se impacientarán ante estos obstáculos a la acción y a la poesía. Me cuento más bien entre los segundos. Para mi Lobelia se eleva en los momentos de narración (por ejemplo, el episodio del caballo nadador, el doloroso encuentro de Clemente con Ramón o la seducción a Juan Hipólito) y desciende notablemente en los diálogos enigmáticos de la madre superiora, los delirios filo-habsburgo, las teorías estéticas de Fidelio. Probablemente el autor metió inconscientemente en Lobelia el peso de su enorme universo intelectual y espiritual, y así lo que ganó Lobelia en páginas lo perdió en ritmo y agilidad. El resultado: una obra sui generis que entretiene, conmueve, pero también atosiga.

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El paseo repentino

(Franz Kafka, Der plötzliche Spaziergang, 1912)

 

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Praga de noche

Cuando uno parece haberse decidido definitivamente a quedarse la noche en casa, se ha puesto la bata, y luego de haber cenado se sienta en la mesa iluminada a hacer este trabajo o jugar este juego, luego del cual uno habitualmente se va a dormir; cuando afuera hace mal tiempo, y por lo tanto es obvio que uno se va a quedar en casa, cuando además uno ha estado tanto rato sentado que marcharse generaría una sorpresa general, cuando la escalera se halla a oscuras y la puerta de la casa ya está cerrada, y pese a todo esto uno se levanta entonces con un malestar repentino, se saca la bata, aparece de inmediato vestido para salir a la calle, explica que debe salir, lo hace luego de una corta despedida, y dependiendo de cuán fuerte dio el portazo para salir, cree haber dejado más o menos enojados a los de adentro; cuando se halla uno en la calle, con miembros que responden con una especial agilidad a la inesperada libertad que se les ha concedido, cuando uno siente haber reunido toda su fuerza de decisión mediante esa única decisión, cuando uno reconoce con más claridad que lo acostumbrado el hecho de que uno tiene más fuerza que necesidad de hacer y sufrir el cambio más rápido, y así se lanza uno a caminar por las largas calles, — entonces esta noche uno ha retirado completamente de su familia, cuyo ser se deshace, mientras uno mismo, totalmente firme, negro de contorno, espoleándose por detrás, logra su verdadera forma. Todo esto se intensifica, si uno a estas altas horas de la noche va a visitar a un amigo, para ver cómo le va.

 

(Traducción P.D.)

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El rechazo

Franz Kafka, 1908.
KAFKA

 

Si me encuentro con una linda muchacha y le pido: «sé buena, ven conmigo» y ella se aleja sin decir palabra, quiere decir lo siguiente:

-«No eres un duque con nombre rimbombante, ni un norteamericano grandote con pinta de piel roja, de pacíficos ojos horizontales, de piel amasada por el aire de los pastizales y de los ríos que lo cruzan; no has viajado a los grandes lagos – que se encuentran no sé dónde-ni navegado en ellos. Entonces por favor: ¿por qué debería yo, una muchacha linda, ir contigo?»

-«Te olvidas de que ningún automóvil te lleva a trancos, bamboleándose a través de la calle; no veo a los caballeros de tu séquito apretados en sus vestidos yendo detrás tuyo en perfecto semicírculo murmurando elogios por ti; tus pechos están bien ocultos bajo tu corsé, pero tus muslos y caderas contradicen esa abstinencia; llevas puesto un vestido plisado de tafetán, tal como a todos nos hizo gracia el otoño pasado, y aún así, vestida como un peligro público, sonríes de cuando en cuando».

-«Sí, ambos tenemos razón, y para no hacernos conscientes de esta verdad indiscutible, mejor que cada uno se marche a su casa, ¿cierto?»

 

Traducción P.D.

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Deseo de ser indio – Franz Kafka

Deseo de ser indio

Franz Kafka

Si uno fuera un indio, siempre listo, montado sobre un caballo galopante, inclinado sobre el viento, en constante meneo sobre el suelo tembloroso, hasta soltar las espuelas, pues no había espuelas antes de tirar las riendas, pues no había riendas, y no vió la tierra ante sí como un brezal segado al rase, y no quedaba del caballo ni su cuello ni su cabeza.

(traducción P.D.)Indian-War-Bonnet

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Lecturas veraniegas: Sobre El nombre de la Rosa de U. Eco

p.d.

Hay autores consagrados que sólo han sido capaces de regalarme un sólo libro; hay otros, en cambio, que me han movido a explorarlos, a escudriñar su producción literaria, a buscar sus codiciadas “obras completas” en librerías. Entre los primeros están, por ejemplo, García Márquez, Donoso y Rulfo. Leer una gran obra de cada uno me ha ha bastado, me ha satisfecho, pero a la vez me ha puesto un límite, una sensación de saciedad que me sopla al oído un “no más”. Cien Años de Soledad puede ser un descubrimiento en dos sentidos: podemos, como hispanoamericanos, sentirnos en casa con el boom, caer en la cuenta de que vivimos en Macondo, o bien podemos descubrir que Macondo queda muy lejos y que visitarlo por segunda vez sería demasiado tedioso.
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El mismo dejo de saciedad me ha embargado tras la lectura de El nombre de la Rosa (1980) de Umberto Eco, recientemente fallecido. Cierro la la última página de este libro y relee con asombro que se trató de un “best-seller”. Seguramente los críticos se han preguntado cómo diantres una novela no llena, sino plagada de alusiones eruditas a la teología y filosofía del medioevo (inaccesibles al gran público) llegó a ser un éxito de ventas. Creo que el mérito de Eco en este respecto es innegable: su pluma es entretenida, ágil. El lector promedio, que no tiene porqué conocer la tradición agustiniana, las escuelas de lógica o manejar las luchas intestinas dentro de la orden franciscana, puede sostener una lectura gratificante, aunque fragmentaria. La historia de una serie de crímenes en una abadía medieval, investigada por un monje llamado William of Baskerville (la alusión a S. Holmes salta a la vista) atrapa al lector. Hay personajes divertidos, disputationes ingeniosas, intriga política y vueltas de tuerca. Hasta ahí todo bien.

El problema, la causa de la saciedad, está en que toda la admirable erudición para construir a William of Baskerville termina en un personaje inverosímil, anacrónico, reflejo ideológico quizá del mismo Eco. Baskerville se viste como monje del siglo XIV pero piensa como si fuese un engendro hipermoderno, ajeno y superior al mundo medieval en el cual se supone que vive. Queda claro que las simpatías del medievalista Eco van por el nominalismo-empirismo de Ockham (una tradición, digámoslo, antipática); pero el problema no está tanto allí como en la constante intención moralizante de Baskerville, su superioridad moral no disimulada, su secular santidad. La novela de Eco se mantiene por su trama y sus aliños eruditos, pero flaquea por su intención de ser más que un juego y convertirse en una moraleja ética-política del mundo moderno.

La páginas finales del Nombre de la Rosa se leen con cierto alivio. Agradecemos a Eco sus momentos de genuina entretención, su prosa amena, sus alusiones culturales veladas y abiertas. Pero no ha pasado la prueba. Ha satisfecho mi apetito, pero dejándome un sabor en la boca que es menester cambiar. Habrá que buscar o releer, entonces, aquellos autores que sean como un manantial y que nos hagan subir hasta la fuente, cada vez más alto.

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Getting a Job to be rich

P.D.

 

Veo la pausa que se toma Santo Tomás de Aquino en su comentario al libro de Job para explicar los primeros versículos de dicho libro, que en general uno pasa por encima. Job era un varón justo, íntegro (“perfecto en toda virtud” dice Aquino) y además gozaba de inmensas riquezas (Job 1,1-3). Que Job haya sido santo y rico a la vez habla de la gran santidad de Job, piensa Aquino. Lo usual, lo común, lo frecuente (plerumque, frequenter) es que la abundancia de riquezas engendre grandes vicios. “En general, quienes poseen muchas riquezas, al amarlas sin moderación, las usan de modo avariento”. “La casa de Job era inmune a los vicios que suele engendrar la opulencia”. “En la mayoría de los casos, la abundancia de riquezas produce discordia”.

 

Creo que los adverbios aquí son la clave. “Por lo general…con frecuencia”. Es común que la relación entre riqueza y virtud (relación tan difícil como el paso de un camello por la aguja) sea matizada, en los auditorios pudientes, mediante conceptos filosóficos con los cuales Aquino estaría de acuerdo. –“El problema no está en las riquezas, sino en el apego a ella”; “Se puede ser rico y a la vez desprendido de las riquezas”; “No hay nada de malo en sí en tener muchas cosas”. Sin embargo, este tipo de consideraciones ontológicas no vienen al caso, salvo que se esté debatiendo contra un gnóstico o un maniqueo que afirme que existe algo así como la maldad de ciertos seres en sí.

 

Volviendo a los adverbios: la ética es el dominio del arte de vivir bien, el ámbito de las decisiones prácticas, es el ámbito de lo “que ocurre en la mayoría de los casos”. Cuando se dice que al rico le costará entrar al Reino de los Cielos, no se está proponiendo un postulado ontológico, ni mucho menos. Ni por tratarse de una frase de Cristo se trata necesariamente de una doctrina teológica en sentido estricto. Se está haciendo una constatación empírica muy realista, que un sabio pagano, en otro contexto radicalmente diferente (Platón en su República) también pudo haber adivinado: la opulencia suele ser enemiga de la virtud.

 

Las constataciones propia del hombre prudente son constataciones de prácticas comunes, no de principios inmutables. Cuando el economista liberal (o el hombre viejo, el burgués que todos llevamos dentro) se molesta con la frase de Cristo e intenta buscar consuelo en premisas ontológicas agustinianas (“las riquezas no son un mal en sí, etc.), pierde el hilo de la cuestión. La prudencia es realista en un sentido distinto al que la metafísica es realista. Considerando al hombre tal como existe (“el ciudadano de a pie”, como se dice hace un tiempo –¿traducción moderna del homo viator?) la frase de Papá Goriot es muy iluminadora: “detrás de toda gran fortuna se esconde un gran crimen”.

 

La frase de Balzac es provocadora, qué duda cabe. Habrá izquierdistas o ideólogos de la revancha que la lean con mucho placer, y que quieran hacerla un dogma metafísico. Pero Balzac, que era un católico monárquico “antimoderno” (en el sentido de Compagnon), no quiere dogmatizar, sino quizá describir la comedia humana del eterno desencuentro entre riqueza y virtud. Uno escucha de tanta estulticia, tantas peleas sobre herencias, tanta rapiña en el aparato público y ratería en el angelical mundo de los emprendedores. Si el “hombre de a pie” fuese un querubín incorrupto, todos estos desvaríos no tendrían explicación.

 

De vez en cuando la prensa nos regala algunos intercambios epistolares en que defensores de ciertas doctrinas económicas quieren hacer pasar gato por liebre y citan teólogos escolásticos o pensadores “cristianos” para afirmar sus opiniones. Sus contradictores, devenidos en teólogos de la pobreza cuando les conviene, se esfuerzan otro tanto. Pero al pobre Job nadie lo escucha. “El Señor me lo ha dado, el Señor me lo ha quitado, sea bendito el nombre del Señor”. Así hablaba el hombre más rico del Oriente, que no vivía embrutecido leyendo manuales de management o leadership, ni pensaba todo el día en acciones y bonos, sino que se preocupaba de que en su casa reinara «la agradable y equilibrada frugalidad» (In Iob 1, 2)

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Acerca del espíritu apocalíptico I

P.D.

anticristo-signorelli“Decadencias como esta ha habido siempre”. Tal parece ser el lema de quienes se niegan, a priori, a pensar apocalípticamente. Muchos de ellos, sin quererlo, pasan de una sana cautela (“nadie sabe el día ni la hora”) a una indiferencia propia de nuestros antepasados paganos, que concebían a la historia como una rueda que gira sin parar, una serie de altibajos destinados a repetirse para siempre. ¿La decadencia (o más bien la caída libre) actual? “En la antigua Roma lanzaban a los cristianos a las fieras”. “En tal o cual época había guerras atroces”. “En todas partes se cuecen habas”. El no apocalíptico parece partir del dogma igualitario de que cada período de la historia tiene igual porcentaje de desgracias y de gracias.

 

Pero el ethos apocalíptico no se basa únicamente en “evidencias” o datos que puedan ser analizados, sopesados. El apocalíptico se ve tentado a enumerar desgracias, genocidios y  monstruosidades, a mostrar el libro de Daniel si es necesario, pero sabe que su palabra, cuando cae en el corazón del no apocalíptico, cae en tierra yerma. Para el no apocalíptico, el aborto masivo y legal, la destrucción de la familia en nombre de los «derechos», el mal gusto obligatorio,  el culto al dinero como institución universal y la apostasía como forma de gobierno pueden ser males, pero jamás una confirmación de que estamos entrando en el fin de los tiempos. Para el apocalíptico, en cambio, basta sentir la brisa de la tarde para saber que se aproxima el temporal.

 

¿Quién es un apocalíptico? ¿Acaso un pesimista? Esta es una de las confusiones más seguidas acerca del tema, y si se me permite, una de las más aburridas. El pesimista cree que todo va para peor; el optimista cree que todo va para mejor. Ya Chesterton, con su humor exquisito, se despachó esta disyuntiva tan pobre. El apocalíptico sabe que todo irá para mejor, pero sólo una vez que “pase el mundo y su concupiscencia”. Antes de que haya pasado el mundo, el apocalíptico sabe que la barbarie democrático-liberal-idolátrica irá para peor, la percibe, la presiente y la expresa de modo insuperable. Mentes y temperamentos tan disímiles y tan variopintas como Joseph Roth, Vladimir Soloviev, John H. Newman, Gómez Dávila, Kennedy Toole, F. Dostoievski o Josef Pieper han sido cultivadores del genio apocalíptico. Concedamos, entonces, que el genio apocalíptico ha hecho un aporte literario indiscutible, superior.

 

El apocalíptico está harto de disputar. Sabe  que el gran disputador, el demonio, es anti-apocalíptico, y que puede fácilmente ganar la disputa. Sin embargo, sabe que el anti-apocaliptismo es parte de una atmósfera apocalíptica. “Lo mismo sucedió en tiempos de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, sembraban y edificaban. Pero el día en que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre y acabó con todos.” (Luc 17, 28). En otras palabras: Los hombres estarán metidos en sus afanes, harán matrimonios gays, la usura bancaria seguirá cobrando intereses, los filósofos seguirán publicando papers de filosofía analítica hasta que un día nos lloverá azufre a todos y será el fin.

 

El anti-apocalíptico contrataca: -“Los primeros cristianos creían que venía la segunda venida pronto.” – “Durante el año mil se pensó que era el fin del mundo”. “Muchos pensaban que Napoleón o Hitler eran el anticristo”. Es verdad. Pasó Nerón, pasó el año mil, pasaron Napoleón, Hitler y Stalin, y el mundo sigue en pie.   El apocalíptico sabe que los predecesores apocalípticos estaban en cierto modo equivocados, pero los siente sus hermanos, porque se han tomado en serio el “vengo pronto” del Apocalipsis.

 

La victoria del pensamiento apocalíptico por sobre el pensamiento circular  se verifica en la calidad dramática y existencial del primero por sobre el segundo.   Mientras el no apocalíptico»compra y vende, siembra y edifica», el apocalíptico se estremece al pensar que la historia es un gran batalla entre Dios y satán, y siente a la vez gozo, porque sabe que es una batalla ya ganada.

 

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Las metáforas de la inmortalidad en Milan Kundera

José Antonio Giménez

“Inmortalidad” (Nesmrtelnost: 1989) es una novela polifónica. Milan Kundera no deja ninguna pieza al azar. Para el final de la novela todos los hilos se han recogido, todas las historias se han entrelazado de alguna manera. En la última parte (“Celebración”) es el mismo Kundera quien celebra el final de su novela y el aniversario de su inicio. Ahora bien, para entender la naturaleza de este entrelazamiento sirve recordar la teoría de la casualidad que esboza el escritor en la misma novela – “Inmortalidad” está a propósito llena de “meta-reflexiones” –. Una casualidad puede ser muda, poética, contrapuntual, generaddedaloora de historias y morbosa. El escritor juega posiblemente en “Inmortalidad” con cada una de estas casualidades para darle unidad dramática a la historia. Sin embargo, en otra “meta-reflexión” Kundera se rebela incluso contra la unidad de la acción: para que la novela sobreviva como tal y no sea inexorablemente adaptada al cine, a la televisión y al mundo de las imágenes, es necesario escribir novelas que no se puedan contar. La tensión dramática convierte los episodios en “meros escalones que conducen al desenlace final”, de modo que la más bella escena, la más profunda reflexión, se agotan en su subordinación al todo. Kundera da cuerpo a esta rebelión al introducir en su novela un apartado (la sexta parte) que poco y nada tiene que ver con los demás hilos de la historia – y, sin embargo, el narrador se tienta igualmente a hacer una leve conexión –.

¿Qué unidad tiene una novela que se constituye por historias y episodios que se comunican unos con otros sólo por casualidad? “Casual” y “causal” son en castellano palabras tan vecinas fonéticamente como distintas en significado. Como “ovíparo” y “opíparo”, “inicuo” e “inocuo”, palabras que sin ser antónimas sugieren en determinados contextos lo contrario una de la otra. ¿Casualidades o causalidades del lenguaje?

La pregunta por la unidad le parecerá ingenua al escritor contemporáneo de avantgarde –como la pregunta por lo consonante al músico contemporáneo –. Sin embargo, es una pregunta legítima cuando leemos “Inmortalidad”. Si bien Kundera no lo establece abiertamente, al menos podemos decir que lo sugiere. ¿Qué cosa? Que la novela no encuentra su unidad en los individuos y sus historias, sino más bien en los “gestos” y los modos individuales de encarnar “lo mismo”. No se trata tanto de que sus personajes encarnen “Ideas” – como se acusa y se elogia a la novela de Dostoievski (no discutiré aquí si justa o injustamente) – sino que estos gestos representan todos el mismo drama. Pero el drama, la motivación profunda del actuar humano (como el Grund alemán, recuerda Kundera, que no significa tan sólo “explicación” sino también “base, fundamento”) sólo puede ser explicado por metáforas. La metáfora no tiene la universalidad de la Idea ni la individualidad del rostro: su origen es el gesto.

El gesto que origina esta novela encuentra su resolución en la última metáfora de la novela: “ella ansiaba tener una flor de nomeolvides como la última huella visible de la belleza”. Agnes es la mujer cuyo cuerpo tiende hacia arriba y su espíritu hacia abajo. Al contrario de su hermana, Laura, cuyo cuerpo es pesado y su espíritu se eleva liviano. Agnes no ama el mundo como se lo ha pintado su padre: una enorme computadora que se rige autónomamente con respecto a un Creador que ya la ha abandonado. Hay sólo dos modos de escapar de la gran computadora: encontrar el Amor y, entonces, querer vivir el mundo siempre de la misma manera o bien huir del mundo en la vida retirada. Agnes no conoce el Amor y elige el anonimato. La inmanencia es su límite mental, la trascendencia su real anhelo.

índiceLaura, en cambio, quiere ser recordada y amada antes que todo. Laura quiere la inmortalidad y su gesto, como el de la Bettina de Goethe, es una metáfora de ese anhelo. La inmortalidad y la muerte, porque “no hay nadie más inmortal que aquel que ha muerto”. No se trata aquí, precisa Kundera, de la trascendencia de un alma o de alguna suerte de identidad personal tras la muerte. Es esa inmortalidad que Goethe en Poesía y verdad reconocía en Shakespeare al entrar en el Templo de la Fama. Es la gloria del artista, pero también la esencia del homo sentimentalis que gobierna como ideal en Europa desde el romanticismo hasta nuestros días.

La inmortalidad del poeta y del hombre de estado (del creador y del hombre de acción) se funda en el recuerdo de los hombres de hazañas y obras que se introducen al gran Relato de la Historia Universal y al Canon de los Clásicos. “Pero qué recuerdan los hombres de ti” – le pregunta Hemingway a Goethe años después de muertos – “¿tu persona o tu obra?” Goethe será recordado sólo por su obra y su obra será recordada sólo por ser de Goethe. Pero el “Fausto” ya no es Goethe, quizás tan solo una imagen del poeta, que con el tiempo dirá tan solo lo que los hombres quieren que diga. Al final une petite phrase como “das Ewigweibliche zieht uns hinan” (el eterno femenino nos empuja hacia alguna parte) que no es más que una pancarta del pensamiento de Goethe, una IMAGEN, un impulso -, eso y sólo eso, será inmortal.

Esta inmortalidad romántica se hipertrofia más todavía en los tiempos de la imagen. Nadie es capaz de vivir hoy en día – anota Kundera – sin preocuparse de la propia imagen frente a los demás. Preferimos ser vistos felices, gozando y triunfando, que realmente ser felices, gozar y triunfar. De hecho, no se nos ocurre otra felicidad que una que los demás reconozcan en nosotros como tal. Porque la imagen nos trasciende – está más allá de nosotros –, mientras que la realidad, en cambio, está condenada a ser interior e incomunicable. La imagen es finalmente antes lo que los demás toman de nosotros – una fotografía – que lo que nosotros expresamos de nuestra interioridad. Y si vivo ejercías algún control sobre tu propia imagen, muerto ésta quedará del todo a la deriva de la moda. La imagen es inmortalidad a la deriva.

Así como la imagen posibilita la inmortalidad del culto da origen a esa otra inmortalidad de la que quiere escapar todo poeta y todo hombre de estado: la inmortalidad del ridículo. En este caso la imagen triunfa definitivamente sobre la realidad. Un estornudo, un bostezo, un gesto de asco, una posición incómoda pueden ser captados por una fotografía y así eternizar el ridículo. Una frase o un episodio ridículos – sobre todo cuando es la última frase y el último episodio – pueden volver toda una vida ridícula en la imagen colectiva. No todos los inmortales causan admiración, muchos también provocan risa.

images kunderaUna tercera metáfora de “Inmortalidad” es representada por el profesor Avenarius. En nuestros tiempos, señala el profesor, nadie es capaz de vivir sin preocuparse de lo que piensen los demás. «Si preguntásemos en una encuesta si prefieres pasar una noche con Brigitte Bardot sin que nadie se entere o caminar de la mano todo el día con ella por el centro de París, te aseguro que, en el fondo, más allá de lo que contesten, todos sin excepción preferirían lo segundo”. La metáfora de Avenarius es “jugar por el mundo como un niño melancólico sin hermanito”. Para el profesor este mundo de imágenes ha de ser tomado como un juego. Quien se toma tan en serio la inmortalidad mundana (la inmortalidad de las imágenes), peligra de no poder ya distinguir lo estrictamente serio de la realidad. ¿Pero hay algo estrictamente serio, una realidad más allá de las imágenes? Avenarius anhela esa realidad sin imágenes, mas no como mundo trascendente o mundo transfigurado, sino como ese anhelo nietzscheano que clama en Zaratustra: “Alle Lust will Ewigkeit!” (¡Todo placer quiere eternidad!). Por eso el juego del profesor tiene el “gesto de la melancolía”, de saber que el placer es juego precisamente porque, como la pelota que patea el niño, siempre se nos escapa. Y no es posible además compartirlo con la humanidad. Pero el hedonista no se pierde al menos en la inmortalidad de la imagen, sino que hace del presente – del placer del presente – su centro de gravitación.

¿Representa Avenarius la última metáfora, el último anhelo de inmortalidad? No sé si deba apropiarme a ese nivel de la voluntad del escritor. Una novela polifónica debiese dejar abierta la posibilidad de que nuevas voces se introduzcan en el coro. La unidad del gesto, la unidad de la metáfora, la unidad del anhelo de inmortalidad. ¿Habrá al final de la novela y del drama de la vida una “unidad de inmortalidad”, que no sea imagen ni metáfora, sino la más pura realidad? Qué buena novela la de Kundera.

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Mad Men: el conflicto de Don Draper

Toñoimages G.

Hace unos días vi el capítulo final de la serie Mad Men. Es posible que a mí me haya gustado esta producción por las razones equivocadas. La historia de Mad Men cuenta cómo Donald Draper pasa de ser infeliz a ser feliz. Esa es mi lectura, probablemente, pura interpretación.

Don tiene un pasado oscuro, lleno de demonios. Sus culpas podrían sin embargo justificarse rápidamente por su infancia terrible. Es la tentación continua de la serie. Esta solución sería interesante de todas maneras si el remordimiento de conciencia fuera realmente el problema de Don. Pero no se trata de eso. Don cree a veces que puede pagar sus culpas con buenas acciones, a veces que puede apagarlas con los mejores placeres, a los que le da acceso su buena facha, dinero y desplante.

La resolución del último capítulo revela el verdadero problema de Don. No se trata de poder ahogar la conciencia, sino más bien de no sentirse querido por nadie. Don puede desaparecer y a nadie le importaría. No es que nadie vaya a asistir a su funeral, no, muchos llorarán seguramente. Pero él no es parte de nadie, no participa de ningún grupo familiar o social que lo vaya a extrañar como mengua real de una totalidad con sentido. Don, como Wakefield, puede abandonarlo todo y a todos sin que nada en absoluto se derrumbe a su alrededor. Los corazones abiertos espectacularmente ante el desgarro del abandono pueden volver a cerrarse mucho más rápido de lo que uno pensaba.images

Nadie espera que Don se quede en un lugar, todos esperan que escape una y otra vez. Un hombre normal elige una mujer, tiene unos hijos, cultiva unos amigos, soporta a otros. Don hace todo lo que los demás, pero les enseña a todos a no necesitarlo, a tenerlo por prescindible. Y cuando llegue el día de la partida, se tratará simplemente del cumplimiento de una promesa, de la realización de un presagio por todos ya conocido. Mas Don no escapa hacia ningún lugar determinado, porque es un hombre sin pasado – sólo al final descubre que California no es su pasado, pues esa realidad nunca tuvo lugar – y un hombre sin futuro – el éxito de la publicidad se revela como un eterno retorno hacia la novedad que nace con fecha de expiración –. Don más bien parece dar vueltas en círculos alrededor de su propia sombra.

Don hace todo para no ser amado, porque sufre por no sentirse amado. Por eso Don se me hizo interesante. Porque está atrapado de ese modo tan humano que debe hacer tan graciosa nuestra raza a los ojos de un ángel. O quizás no, quizás el ángel vive el mismo drama. Don ama antes que el poder, la soledad del poder. La soledad puramente escogida, libre, autónoma, liberadora de los hombres. El solitario del poder es visto por todos, mas no puede ser alcanzado por nadie, no puede ser querido por nadie. El poder te vuelve invisible a los ojos del alma. Pero el dinero es sólo el medio del “poder”: poder es tener la libertad de escapar, es tener en sí la posibilidad de no importarle a nadie. La atracción vertiginosa del «lobo estepario».índice

¿Es éste Don Draper? Ni idea, escribo en mi blog lo que se me ocurrió. Pero tendría que ser así, si Don acabó por ser feliz sin que nadie lo haya empezado a querer más que antes. Porque finalmente es el solitario del poder el que está subido en un pedestal del que no quiere bajar. Tal vez todos lo están queriendo y él piensa que sólo lo miran a la distancia. Tal vez se tiene por invisible, cuando todos lo ven. Tal vez es sólo él mismo el que no sabe ni quiere ser amado.

Y así Donald Draper puede, finalmente, perdonarse a sí mismo.

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A propósito del estilo literario en filosofía

P.D.

Hace poco me tocó traducir un texto del filósofo y teólogo Francisco Suárez (1548-1617). Como muchos adivinarán, no lo hice por gusto, sino por lucro. Un colega jurista me pidió que tradujera algunas cuestiones y ahí me vi, frente al texto del “doctor eximio”. Creo no estar mal si repito (sin haberlo comprobado), con los manuales de filosofía, que Suárez es un pensador gravitante en la historia. Su metafísica se puede rastrear hasta Leibniz y Kant; su filosofía jurídica y su teología también parecen haber calado hondo desde el siglo XVI hasta hoy.

Y así y todo, si la obra de Suárez está redactada de igual manera a estas quaestiones disputatae probablemente no vuelva jamás a leerlo, por una razón muy sencilla: su prosa es lo más feo, seco y sin gracia que me ha tocado leer.  Frases cortas terminadas abruptamente, entrelazadas casi siempre por los mismos conectores, ausencia de ejemplos, abuso de abreviaciones; en suma, la insipidez propia de un desierto o de una sopa carcelaria.

Se me viene a le mente la crítica vulgar a la escolástica. Que es seca, encorsetada, árida, muerta. Unamuno decía que las Sumas de Santo Tomás era como una aburrida filosofía de código civil, con respuestas y “soluciones” a todo, en contraposición a la prosa ardiente y creadora de San Agustín. El bilbaíno se equivoca. La prosa de Santo Tomás es prístina, bellísima, serena, para quien le interese la búsqueda de la verdad sin estridencias. Al leer la Suma tiene uno la impresión de hallarse en aposentos “llenos de luz” (como decía Goethe de la prosa de Kant). Hay párrafos del rétor Agustín que piden a gritos la concisión y la síntesis del Aquinate.  ¡Tantas recapitulaciones floridas en su Ciudad de Dios que podrían resumirse en un  patet quod…!

Platón, quizá el escritor-filósofo por excelencia

Platón, quizá el escritor-filósofo por excelencia.

El estilo de Suárez en estas cuestiones disputadas es escolástico en el peor sentido del término. Pastiche de citas, distinciones sobre distinciones, uso meramente técnico de la lengua. ¿Cuántos filósofos de mente eximia pierden lectores por su uso tan árido del lenguaje, por sus formulaciones lacónicas en exceso o hipertrofiadas e inabarcables? Karl Rahner será, sin duda, uno de los teólogos importantes del siglo XX que pocos leerán en el futuro. Su prosa enrevesada, abstracta y esencialmente gris (¿fruto de su parentesco lejano con Suárez?) levantan una valla de aburrimiento difícil de superar. Platón, por el contrario, sigue hechizando a miles de lectores siglo tras siglo.

Todo esto nos lleva a plantear la eterna pregunta de la importancia de la forma en relación al contenido. En un sentido el lenguaje es un vehículo del pensamiento, qué duda cabe. Pero en otro, el lenguaje es la materia ya organizada por la idea, por el concepto. El perfil de la idea queda comprometida entonces por el modo en que ésta se encarna en imágenes, palabras, oraciones, comas, verbos e incluso géneros literarios. Quizá la predominancia actual del paper científico en filosofía (con límite de palabras y estructura prefijada) no es más que un síntoma estético de un concepto minimalista y pasajero de pensamiento sobre el cual parece girar la academia hodierna.

El estilo literario, no como mera fachada, sino como esfuerzo constante por traer a la luz un concepto, es algo importantísimo. No hay razón para excluir a la belleza de la exposición de la verdad. Si el hombre, como dice Newman, no sólo es un animal racional, sino también un animal que imagina, siente y actúa, entonces el componente imaginativo del estilo literario en filosofía es de importancia capital. Una idea verdadera atrae. Una idea verdadera transmitida bellamente atrae doblemente.

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‘Ilusiones Perdidas’ de Balzac

por José Antonio Giménez

Hay novelas de gran carácter que se encuentran en tiempos de poca monta. La vida del espíritu se debe a estos grandes acontecimientos.

Ilusiones perdidas es la novela más larga de la ‘Comedia Humana’ de Balzac. Ese proyecto, no por humano menos titánico que la cosmovisión del Dante, fue graficado por el propio autor como una ‘entomología’ del mundo burgués. Como ‘coleópteros en el despacho de un entomólogo’ son los tipos humanos diseccionados y analizados más allá de la tragedia humana, más allá de las ilusiones de una humanidad que no da el talle para ser ‘trágica’.

ImagenLúkacs escribió de las Ilusiones… que fundan un tipo de novela nueva: la ‘novela de la desilusión’. Los dos protagonistas de la historia, el ambicioso Lucien y el manso David, acaban por ‘desilusionar’: Lucien, el poeta, hace de la literatura mercancía, David, el científico, de las injusticias que le impiden desarrollar su invento, un factum – y un fatum – frente al cual no cabe oponer resistencia. Lucien nos desilusiona, David pierde su ilusión. Y culmina el filósofo checo: ‘la verdadera necesidad en esta novela es que Lucien debe arruinarse en París’. La ‘capitalización del espíritu’ que acusa Lúkacs, sirve al dedillo de clave interpretativa de la novela. Ahora, Balzac – ¡anticapitalista, conservador y monárquico! – no parece creer en las utopías: es el hombre – necesariamente el hombre – el que guarda en sí el germen del mal. Por eso es que el ‘infierno grande’ parisino se reconoce en la imagen del ‘infierno chico’ de la provincia. Por eso es que los avaros balzacianos se deben al capitalismo como a una economía de trueque.

Ilusiones… es – también – una novela de época. La Restauración borbónica (1815-1830) es minuciosamente ‘denunciada’ por un monárquico legitimista como Balzac. Ilusiones… (1837-1843) quiere hacer una genealogía de las tensiones que llevaron a la Revolución de 1830. Entre todos los objetos de la fina crítica de Balzac sobresale aquí su crítica al periodismo. Los periodistas parisinos siguen fielmente el axioma de que ‘la palabra es poder’. La ‘capitalización de la idea’ según Lúkacs – que es también el germen (contra Lúkacs) de la misma ‘ideologización de la idea’ –  es encarnada de modo magistral por esta nueva clase de insectos. El periodismo es, en Lucien, ‘la perversión de la literatura’. El ambicioso provinciano quiere que su palabra vibre, que su palabra pueda, antes que la palabra haya sido cargada en absoluto de valor. El ‘Cenáculo’, círculo de intelectuales pobres – casi diogenianos – de París, no logra satisfacer el anhelo del triunfo rápido que espera el protagonista. Las máximas del literato d’Arthez no pueden con las chispeantes frases del periodista Lousteau: entre el sabio y el pillo, Lucien sabrá a quien seguir. Balzac, dice Lúkacs, vuelve aquí ‘necesaria la casualidad’. ¿Lucien ha sido engañado? Como en un eterno retorno, el principio de la ambición del ‘buen intencionado’, del medianamente bueno Lucien, acaba por imponerse. Lucien asciende y cae por ambición; y así, habiendo caído por ambición – y esto es lo más terrible del proyecto de Balzac –, volverá a querer ascender por el mismo medio.

ImagenHijo de su tiempo, Lucien, aspira al ideal napoléonico: lograr por el ‘fuego’ de Prometeo, democráticamente entregado a todos los hombres, encumbrarse desde lo más hondo hasta lo más alto. Pero a diferencia de otro retoño napoleónico, el Julien Sorel de Stendhal, Lucien no es un ‘nihilista’, sino más bien ‘alguien que no es capaz de sacar fuerza de ningún ideal’. La ‘voluntad’ de Lucien hace entrada una y otra vez – siempre y solamente – como ‘ambición’. El arrepentimiento, el enternecimiento, las buenas intenciones de Lucien, son profundamente humanas, mas sólo humanas: como el autor en distintos momentos de la novela le recuerda al lector, los arrepentimientos de Lucien son absolutamente auténticos, mas no tienen fuerza alguna para generar algún cambio.

Tampoco puede decirse que el mal de Lucien es su ‘incontinencia’, la ‘debilidad de su voluntad’ – pues los episodios de arrepentimiento son tan sólo los ‘instantes’ al recodo del  camino, que no muestra todavía meta que ambicionar. En Lucien sólo la ambición mueve la voluntad. Lucien tampoco es un ‘trágico’ – porque volverá a caer siempre otra vez, de modo que la ‘tragedia humana’, por repetitiva, acaba por ser comedia. Lucien quiere sentirse poeta, quiere sentirse ‘trágico’, pero no da el talle, no tiene espaldas para cargar el peso de sus culpas. La tragedia de la persona de Lucien es querer ser un poeta y acabar siendo un mediocre: mas lo trágico aquí se le esconde a Lucien, quien seguirá siempre creyendo que la ‘vida de poeta’ antecede a la ‘obra del poeta’.

ImagenDostoievski, un lector de Balzac, explota la temática de la ‘desilusión’. ‘Humillados y ofendidos’ o ‘Pobres gentes’ dan razón de este status quo de ilusiones insatisfechas, de voluntades anuladas. ‘Pobres gentes’ son David y Eve, la hermana de Lucien, madame Chardon, la madre, las ‘buenas gentes’ cuya presencia en la novela es el refugio del lector. Sin este claroscuro, tal vez los insectos no parecerían tales. Sin embargo, la gran desilusión de Ilusiones… es nuestra desilusión, representada en la persona de la entregada Eve. Su amor incondicional es sustituido por una imposibilidad de creer en su hermano. La desilusión es grande porque el amor – ciego como era – era también ilimitado. La ‘casual necesidad’ de la caída de Lucien – del ascenso y la caída – encuentra un paralelo en el gran pecador de Dostoievski: Raskolnikov. Lucien está más allá – o más acá – de toda redención, Balzac quiere quitarnos para siempre esa última ilusión; Raskolnikov, en cambio, ‘es redimido’. Pero la redención de Raskolnikov no significa la superación de la ‘necesidad de la caída’: termina la novela del ruso enfatizando que la historia de la redención acaba de empezar, que el protagonista será una y otra vez esclavo de su propio demonio, pero que una y otra vez podrá el hombre ser redimido. Balzac y Dostoievski, los dos, grandes conocedores del corazón humano – ¿quizás los más grandes? –, coinciden en la necesidad de la caída, pero se contraponen en la posibilidad de la redención.

ImagenEn Esquilo Prometeo roba junto al fuego ‘la esperanza’ (élpis); en Hesíodo ésta se encuentra en lo más profundo de la caja que Pandora libera. En ambos textos la ‘esperanza’ es causa de la perdición de los hombres. Por eso algunos han preferido traducir élpis aquí simplemente por ‘espera’: la actitud de inmovilidad en el presente – ¡curiosamente, una actitud anti-científica! – posibilitada desde la ilusión de una felicidad futura. Que la verdadera faz de la tierra se nos mantenga velada es, sin embargo, un bálsamo de la existencia. Las ilusiones de Lucien seguirán siempre vivas, porque un ambicioso vive de la ilusión; las ilusiones de David y Eve han muerto ya y tendrán que vivir bajo los límites de la realidad. Balzac llega al final de su novela al umbral de una pregunta religiosa: ¿cabe ‘esperar’ en absoluto, para el que ha perdido las ilusiones y – peor – para el que no puede ya ‘ser redimido’? La respuesta de Balzac es brutal. El sacerdote español que salva a Lucien de perderse de una vez por todas – y ejecutar paradójicamente su único sacrificio –, lo inicia en las creencias en ‘la otra vida’: la otra vida que le espera si se hace ‘siervo’ del sacerdote: volver a hacer entrada en la vida parisina y con la espada que se le pondrá en las manos, cortarle la cabeza a todos sus enemigos. El terrible retrato de Balzac acaba con la última esperanza. Pero es cierto, la esperanza no proviene del corazón de los insectos, es un regalo de los dioses. Pero Dios entonces, ¿no tiene espacio en la ‘Comedia humana’? ¿Por qué Balzac – cristiano romano – no lo deja entrar? ¿Acaso no son los insectos también creación de Dios? ¿No hay esperanza en la semejanza?

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Tres meditaciones sobre el siglo XIX

por P.D.

El Holmes del futuro. La BBC sacó hace poco una serie llamada “Sherlock”, en donde el héroe de Baker Street vive en el Londres del siglo 21, maneja la tecnología al dedillo, combate su adicción al tabaco con parches de nicotina y publica sus teorías sobre la deducción en internet.  Su amigo Watson es un médico militar recién llegado de Afganistán que va a terapia psicológica y publica las aventuras detectivescas de su amigo en un blog también. La señora Hudson no es la casera que le trae la mermelada de naranja y el Daily Telegraph a Holmes y Watson, sino la arrendataria del piso, una confidente más del sabueso y su colega. Nos encontramos con un Holmes más democrático (invita a Mrs. Hudson y a Lestrade a pasar las navidades a 221b) y post-imperialista (no hay devoción a la monarquía, es decir, no hay un VR estampado en le muro, a punta de balazos, para “Regina Victoria”).sherlock benedict

Me parece una buena adaptación. Infinitamente superior a la basura de Guy Ritchie, por lo demás. Sin embargo, el afán aggiornista de los guionistas a veces puede escaparse con los tarros. Irene Adler, que en el original es una cantante de ópera enamoradiza, acá es una prostituta bisexual masoquista (!). Es obvio que los guionistas tienen la libertad crear lo que quieran. Pero aún así aparece una pregunta inquietante: Lo que era en la época victoriana una cantante con amantes aristócratas ¿equivale hoy a una prostituta con látigos? Mucho se habla en contra de la moral victoriana. Pero si la moral victoriana producía sopranos volubles en vez de engendros como la Adler de la serie, entonces prefiero la época victoriana. Todos con pipas, carruajes, vestidos largos y modales empaquetados, no estaría mal por un tiempo.

¿Vuelta a la edad de oro? Cristián Warnken, a quien todos les agradecemos su excelente programa de televisión y sus columnas, viene desde hace un tiempo fantaseando con la élite chilena del siglo XIX. Según Warnken, la élite del XIX se caracterizaba por su pasión por lo público. La élite de ahora sólo pensaría en su propio bienestar, su casita en La Parva y sus lujos de nuevo rico. Me parece una idea interesante. Pero cuidado: la élite del siglo XIX es bastante oscura. Para nombrar dos cosas: la élite chilena decimonónica fue la que, desde su complejo de inferioridad, intentó “afrancesarse”. Se destruyó lo poco que quedaba de arquitectura colonial y se prefirieron las columnas de mármol pintado. Los recios muebles coloniales fueron re-decorados. En segundo lugar: fue a la élite chilena la que introdujo la brillante idea de que el latín y el estudio de los clásicos eran cosa del pasado, y que había que “aprender lenguas modernas”. Ni siquiera hicieron caso a Andrés Bello, que afirmaba que el estudio de los clásicos era el fundamento de la educación.  Destruir artesonados y cambiar currícula: ¿Parecido mortal entre el intento decimonónico de afrancesarse y “modernizarse” y la obsesión actual de la élite por construir malls e imponer la tecnocracia en la educación? Es verdad que entre París y Silicon Valley hay una gran diferencia, pero de grado al fin y al cabo…

Newman y la edad media. John Henry Newman, en sus discursos sobre la Idea de Universidad, se declara aliviado de que finalmente en el siglo XIX lo cristiano y lo anti-cristiano se encuentren discerniblemente separados. O se es cristiano o se es laicista, no hay mezcla posible. Cuando existía la cristiandad medieval el error estaba entremezclado con la verdad y lo anti-cristiano crecía en el mismo seno de la iglesia. Nosotros no podemos decir lo mismo que Newman. En Chile todavía estamos en la Edad Media.

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De trenes y libros. «Carta de una desconocida» de Stefan Zweig.

P.D.

Hace unos días me tocó ir a un coloquio en la tétrica ciudad de T., donde estoy inscrito como alumno de doctorado. Para mi asombro, el coloquio estuvo interesante y a ratos hasta entretenido. Las discusiones se alargaron un tanto y lamentablemente perdí mi tren de las 5.30, que me llevaría a la alegre ciudad de F., donde vivo.  Llegué a la estación una hora más tarde y con malos presentimientos. Cuando uno pierde la conexión minuciosamente escogida con

Heidegger defendía la «provincia». Qué locura. Depresión en Horb.

anterioridad, no queda sino esperar a que la máquina de billetes arroje otra conexión, que escupa esa sentencia irrefutable a la que estamos tan acostumbrados quienes viajamos en el sistema regional, esa maraña de subidas y bajadas por la provincia, la Alemania “profunda” del sur-oeste (la infinitud de pueblos terminados en –ingen, con sus estaciones iguales, sus habitantes dados al dialecto, los rostros juveniles provincianos, que no esconden las ansias de lanzarse al estrellato en la “gran ciudad”).

Bueno, el veredicto de la máquina me decía que tenía que esperar 2 horas para empezar el trayecto, y que éste a su vez duraría 4 horas y media. Es la vida del estudiante que no viaja en el glamour del ICE (el tren bala), qué le vamos a hacer. Gracias a Dios tenía en mi mochila un libro de cuentos y novelas cortas de Stefan Zweig, único refugio de distracción entre tanta espera y soledad (no se usa por acá meterle conversa al del lado).

Comencé con la  “Carta de una desconocida” y me cautivó desde el principio. Es cierto, Zweig puede ser exagerado, hiperbólico para pintar esos personajes obsesivos, esas almas atormentadas que ponen toda su felicidad en un objeto pasajero o que se juegan su destino en una milésima de segundo. Pero como es un gran narrador y un maestro del lenguaje, se le deja pasar este exceso, que por lo demás, no es puro fuego de artificio, sino núcleo de la trama. “Carta de una desconocida” narra la historia de una mujer (Lisa) que desde su adolescencia hasta su muerte consagra su vida a un hombre con el cual cruza apenas pocas palabras, y para quien ella es simplemente «una más» dentro de las mujeres que pasan por su vida. Es la historia de una obsesión, de una idolatría rayana en la demencia.

El tren paró en la repugnante estación de S. La estación de S. siempre está llena de marginales, palomas devorando colillas y adolescentes fuera de control. Eso lo hace un lugar poco placentero para esperar. Tenía hambre y me dirigí al Burger King, donde me engullí un combo con coca-cola mediana. No me vengan con puritanismos, el Burger King no es comida orgánica, pero no sabe nada de mal. (Y mucho mejor que el McDonnalds, sin lugar a dudas).  Volviendo a la novela de Zweig. Creo que el austriaco tenía una concepción de la mujer como de un ser extraordinariamente fuerte e irracional, capaz de orientar toda su vida y dar la última gota de sangre por un amor imposible o un capricho repentino. Hay otro cuento  llamado “Veinticuatro horas en la vida de una mujer”, en donde aparece esta idea, presentada con admiración y entusiasmo patentes. ¿Qué grado de verdad hay en esas ideas? ¿No será una proyección fantástica de Zweig, un cultor de lo efímero y devoto del frenesí creador? Habrá que leer sus semblantes de mujeres desafortunadas.

Uno de los méritos de “Carta…” es que el personaje principal, la pobre Lisa, aunque resulte exagerado y delirante, es fiel hasta el último momento a su delirio y a su exageración. Eso hace que la novela adquiera una estatura brutalmente trágica, sobre todo cuando ella, sorpresivamente… no quiero contarles más de el libro. Sería aguar la fiesta literaria.

El director Max Ophüls adaptó la nouvelle a la pantalla grande en 1948. No es una mala película, pero se queda muy corta. La obra de Zweig es descarnada, brutal. La película es la versión anestesiada del libro. ¡Qué difícil debe ser meterse con una obra maestra! Según mi entender, los clásicos de la literatura han quedado mal en la pantalla grande. Echémosle una mirada a las Annas Kareninas o a Los Miserables que pululan por ahí (Ahora saldrá una con la música de ese repugnante musical calugoso… obviamente va ser una cursilada). Por el contrario, muchos directores optan por libros mediocres y hacen de ellos grandes cintas (¿alguien se acordará del libro en que se basó Hitchcock para filmar Vértigo?).   Yo recomiendo leer la obra de Zweig y no ver la película. O ver la película y no leer la obra. Si se hacen ambos habrá necesariamente una decepción.

Llegué muy tarde a la alegre ciudad de F. Del tren se bajan hordas de adolescentes vampiros, dado gritos guturales en medio de la noche. Me dirigí a mi bicicleta, amarrada en un poste, cerca del teatro. Me subo y veo que la rueda de atrás está totalmente desinflada. No sólo desinflada, sino pinchada. Un malacatoso anduvo metiendo mano. Lo maldigo y me

Joan Fontaine haciendo de Lisa, la enamorada desconocida.

pongo a ver si se puede hacer algo. Se me acerca un negro con una pinta setentera, medio borracho. “¿Todo OK?” Me pregunta. “Sí, pero esta mierda está pinchada” repongo. “¿Te doy un consejo?”. “Dale”. “No confíes en nadie…en nadie”. El negro se aleja y yo me quedo en la vereda viendo qué hacer con la rueda.

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Cartas de una desconocida (Briefe einer Unbekannten) 1922. Hay una traducción más o menos nueva de editorial Acantilado, por Berta Conill Purgimon.

Cartas de una desconocida (Letter from an Anknown Woman) 1948. Dirigida por Max Ophüls, con  Joan Fontaine y Louis Jourdan.  Se puede bajar pirata.  Con música de Liszt.

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El gran final de The Third Man


José Antonio Giménez

En 1949 rodó Carol Reed a partir de un guión de Graham Greene una de las películas más importantes de la historia del cine, The Third Man. El recelo frente a la ‘película de blanco y negro’ se muestra del todo injustificado en este caso: un thriller que mantiene la tensión hasta un final sorprendente y que alcanza, precisamente por su peculiar uso del blanco y negro, una atmósfera expresionista que difícilmente se avizora en el posterior cine negro.

De los muchos elementos que hacen fundamental a este film, quisiera referirme solamente a uno en particular: su final. Curiosamente Reed decidió en este punto desatender el guión de Greene. Para este último el film debía terminar con una reconciliación entre Holly (Joseph Cotten) y Anna (Alida Valli). Reed toma en cambio el camino contrario: Holly espera a un costado del camino, mientras Anna avanza hacia la cámara desde lejanía; no se detiene, pasa de largo y desaparece tras la cámara.

La célebre y atrevida escena con que Reed cierra The Third Man permite reconstruir todo el film desde una perspectiva particular. ¿Quién es el protagonista de este film? ¿Holly o Harry (Orson Welles)? Harry es quien supuestamente yace en la tumba al llegar Holly a Viena, pero con el tiempo de revela que se trata del no identificado third man que transporta el cuerpo del moribundo el día del accidente. La intromisión de Holly en la historia es lo que lleva realmente a Harry a entrar a la tumba que lleva su nombre. Pero Harry cumple también otro rol en la historia: es el amigo de Holly y el amante de Anna. La relación entre Holly y Anna se sostiene fundamentalmente por la referencia de ambos a Harry.

Quiero proponer tres lecturas del film a partir del final.

i) Anna no perdona a Holly su deslealtad con Harry. Hasta el final del film Anna mantiene su relación con Holly en referencia a Harry, de modo que no está dispuesta a aceptar que el primero quiera construir una relación con ella a pesar de su historia con el segundo. Holly en cambio decide de algún modo dejar atrás la sombra de Harry. Se siente libre para establecer una relación con Anna, pues ha matado a su mejor amigo, a propósito, el amante de Anna. La pretensión de Holly no tendría sentido si no esperase que Anna se haya ido gradualmente liberando de la influencia de Harry, gracias a la intensa amistad desarrollada entre ellos en los últimos días; es posible que esto haya estado ocurriendo, mas sólo a modo de sustitución. Si Holly acepta o se resiste a ser tratado como sustituto es una cuestión difícil de determinar con exactitud: Holly se muestra una y otra vez molesto de que se lo confunda con su amigo Harry; sin embargo, hace uso de su rol referencial para entrar con rapidez en intimidad con Anna. ¿Comienza a vivir el sustituto cuando muere el referente de la sustitución? Para Anna al menos, cuando muere el referente, muere también el sustituto. Ninguna historia de amor termina bien si se funda en un third man.

ii) La segunda lectura no es directamente contradictoria con la anterior, mas le da otra vuelta de tuerca al sentido del film. Que Anna corresponda o no al interés de Holly es sólo un asunto secundario con respecto a los verdaderos motivos que guían el accionar de éste. La amistad de Holly con Harry es una que tiene su origen en la niñez, mientras que el amorío entre Anna y este último no ha sido más que una aventura del último tiempo. Holly se da cuenta de que, a pesar del cariño que profesa por su amigo, éste lo ha engañado: detrás de su aparente filantropía se esconde un profundo desprecio por la humanidad. Anna no padece por su parte tal proceso de develamiento: parece saber desde el comienzo que Harry está enfrascado en algo oscuro y que su tarea es protegerlo a como dé lugar. Por esta razón los datos policiales que confirman los crímenes de su amante no hacen mella en su compromiso de fidelidad. Holly traiciona su amistad con Harry por atenerse a un imperativo que le dicta su conciencia; no vemos en cambio que Anna perciba como legítimo tal conflicto entre moralidad y lealtad. ¿Habría entonces juicio moral sólo donde se está en lugar de desprenderse del carácter relacional – interesado – con respecto al agente que está siendo juzgado? Sólo quien ejecuta la sentencia puede realmente emitir el juicio, es lo que parece sugerirnos el comportamiento de Holly. ¿Qué rol cumple the third man en la elaboración de un juicio moral? Holly y Anna nos muestran dos caminos de resolución de esta pregunta.

iii) Las dos lecturas anteriores nos plantean la siguiente disyuntiva: ¿The third man es una historia que trata de las relaciones humanas o que trata de las convicciones morales? Graham Greene, quien bogaba por un final de redención, sugiere en varias ocasiones de su guión que Holly es sujeto de un conflicto de fe. Como en sus mejores novelas, Greene hace del tema de la fe el fondo de todo verdadero drama humano. Sabemos que la malograda conferencia del visitante en Austria debía tratar de los conflictos de fe en sus novelas. Y sabemos también que la pregunta decisiva que Holly dirige a Harry para conocer sus verdaderas intenciones, es si cree en Dios. La traición del amigo parece ser para Holly su decisivo acto de fe. Pero si es así, ¿qué papel tiene Anna en el drama de la fe? Ella es quien vuelve todo el comportamiento de Holly ambiguo y, por eso, humano. Pues la presencia de Anna no permite realmente distinguir las intenciones morales de Holly de su interés por la mujer, quien, en este sentido, encarna efectivamente el rol de third man entre los dos amigos. El amigo que debe ser castigado por sus crímenes, es a la vez el rival de un triángulo amoroso. Si somos más condescendientes con las intenciones de Holly y nos decidimos por interpretar su actuar como fundamentalmente moral, no podemos sin embargo desatender que espera de su decisión moral – su acto de fe – una recompensa. El reconocimiento de su actuar moral y la consiguiente correspondencia de amor de Anna. Es así cómo la ambigüedad – lo propio de un conflicto – que late en el guión de Greene, se muestra del modo más pleno en el final propuesto por Reed.

            Sólo desde el final se reconoce la dirección del camino. Decir que un final cierra la interpretación es un error: más bien desde el final se abre recién ésta. The Third Man es una obra de arte – ¡hoy necesitamos volver a encontrar criterios para reconocer el arte! – precisamente porque abre desde su final un complejo de ricas interpretaciones. ¡Qué gran film, pues qué gran final!

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El sol de los hiperbóreos 2

 

 

 

 

José Antonio Giménez

La querella del invierno(https://ruletarusablog.wordpress.com/2012/02/10/el-sol-de-los-hiperboreos/) no puede ser olvidada en el verano. El rencor reemplaza a la impotencia, pues el verano nunca llegó.

La historia comenzó con un invierno crudo: el viento soplaba desde el este, la nieve no llegaba a formarse por el frío. En primavera, la esperada primavera, el verde floreció. Primavera es la mejor estación en las tierras del norte. No se esperan grandes milagros y se recibe con sobresaltos de placer el primer sol que te entibia la piel.

Mas el verano es una estafa. Es la gran estafa. Con suerte, cuatro semanas de sol: repartidas entre junio y septiembre. No es un verano corto, mas no tiene comienzo ni final. Son sólo signos, epifanías, rebeliones de pacotilla. Los alemanes se justifican: ‘este sí que es el peor verano’; ‘¡vieras cómo fue el del Mundial, el 2008!’. Un amigo, como un triste secreto, me reveló que desde niño se le había prometido un verano: ‘el que nunca llegó’. Como de hadas, como de trolls, el verano es sólo un cuento.

La última semana fue una de las pocas donde efectivamente reinó el sol. Toda la ciudad se volcó a la calle. Un helado donde los italianos, pescado holandés en el mercado, los músicos de Europa del Este. Es el arte de vivir – en la calle.

Sabemos ya el lunes – el primer día de sol – que el viernes habrá tormenta. Por eso, todos, con una conciencia completa de la situación, nos disponemos a aprovechar todo rayo que venga del sol. Es un imperativo ético y estético. Si hay que entregar la vida, que sea ahora. Las primeras gotas de la tormenta me cayeron mientras me bañaba en el canal. Eso es morir con las botas puestas.

Y en las tierras cálidas, ¡cuánto sol dejamos ir entre nuestros dedos! Medio Norte se desplaza a las playas del Sur, aquellos que ya no esperan que se cumplan las promesas de cuando niño. En el Sur está la Crisis… pero está también el Sol. Nadie está del todo solo en este mundo. Europa se desangra por el sur, mas los hermanos ricos del norte siguen añorando el oro de los sureños: el sol eterno, el vero verano.

No añorar tanto, dar las gracias de que al menos el sol sigue ahí, en algún lado detrás de las nubes – y que no se ha volcado todavía sobre el planeta -: esa es la sabiduría del norte. El verano es muy añorado por los hombres del sur, quizás los del norte han aprendido a prescindir de él. O a llorar su ausencia en silencio.

Se cuenta que Apolo pasaba los largos inviernos en Hiperbórea: aquí nunca se ocultaba el sol. Apolo, el Olímpico cuyo culto llegó más al norte. ¿Cuándo volverás a reinar Apolo, en el norte y en el sur?

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