José Antonio Giménez Salinas
La filosofía, como ha pasado con las distintas áreas del saber, ha entrado en las últimas décadas en una vorágine de producción y competitividad, que no tiene parangón alguno en la historia. La cuestión que parece aquí estar en juego es la siguiente: si lo que sucede es para la filosofía un signo de vitalidad o un signo de muerte.
Akira Kurosawa compara en uno de sus Sueños a van Gogh con una locomotora. La producción del arte no puede detenerse porque la luz del día se va a apagar. En el ocaso el artista quiere atajar los últimos rayos de sol. Los grandes, artistas o pensadores, han tenido que trabajar como locomotoras, porque tienen mucho por hacer y por decir. El amor por la obra de arte, por el objeto de estudio, les hace difícil el dejarlo de lado. ¿No es entonces la ‘locomotora’ una justa imagen del filósofo y la competencia – que la Academia estimula como nunca –, lo que propiamente corresponde a la filosofía?
No sabemos, sin embargo, si nuestras locomotoras contemporáneas están cargadas de saber o de alguna otra cosa. En último término, esto no puede ser del todo reconocido desde fuera. El ‘placer’ que se experimenta en la actividad intelectual es, por tanto, de importancia crucial para determinar si se está filosofando u haciendo otra cosa – juicio que sólo puede ser llevado a cabo desde la primera persona. ¿Qué tipo de placer debería experimentar el filósofo cuando filosofa? Platón nos ofrece una división de los placeres que considera la especificidad del placer de la actividad filosófica.
En el libro IX de la República Platón nos presenta un criterio objetivo y uno subjetivo para diferenciar los placeres. El primero supone una escala ascendente de la realidad que culmina en la Idea del Bien. Aunque el placer se experimente subjetivamente, existe una correspondencia entre el objeto y su modo de ser gozado. Consideraremos sin embargo para nuestra argumentación sólo el criterio subjetivo del placer. A la base de éste se encuentra la división tripartita del alma y la división entre modos de vida que se deriva de esta estructura, según cual sea el elemento que cumpla la función preponderante en el sujeto. A cada una de estas ‘potencias’ del alma le corresponde un modo de placer y un modo de deseo. En el filósofo prima la razón, el deseo de la verdad y el placer en la contemplación. En el ambicioso prima la voluntad, el deseo del honor y el placer del reconocimiento. En el codicioso, finalmente, gobiernan los apetitos y se desea la ‘ganancia’, por la cual los placeres más ‘fáciles’ pueden ser garantizados.
Platón simula el caso de un ambicioso y de un codicioso que se aplican al conocimiento de la verdad misma. La tesis que defiende Platón es que en estos casos no podrá ser llevada a cabo de modo adecuado la actividad intelectual. Por una parte, el trabajo que exige entender las cuestiones intelectuales, les hará difícil llegar a conocer de verdad. Por otra parte, no experimentarán placer en dicha actividad. Finalmente, no adquirirán experiencia alguna de haberse dedicado a la tarea filosófica.
Pero quizás Platón se equivoca: no se debiese esperar de los filósofos que careciesen de ambición y codicia. Pero esta objeción olvida que Platón habla de modelos ideales o, a lo más, de sujetos reales donde prima una tendencia, sin que esto signifique la total subordinación de las demás. Lo fundamental de la tesis platónica se encuentra, en mi opinión, en la siguiente formulación: un codicioso y un ambicioso no pueden filosofar bien, porque la ‘verdad’ no puede ser tratada ni como ganancia ni como objeto de reconocimiento.
¿No se pone en peligro el deseo de saber una vez que prima tanto el deseo de fama o de ganancia? Yo creo que sí. Pero muchos opinan de otro modo. Dicen que tales deseos no sólo no son incompatibles, sino que la ambición – no la ‘ambición por el saber’, sino por la ‘mirada de los otros’ – puede motivar la mayor dedicación, la concentración en el trabajo, en fin, que por buscar los aplausos se haya llegado a saber más, gozándose a la vez en la actividad de la búsqueda intelectual. Lo mismo puede decirse de la ‘ganancia’: puedes postular a un concurso por querer ganar dinero – con nobles propósitos como alimentar a una familia – y así te ves impelido a investigar un tema que no estaba en tus planes.
El filósofo – un profesional sui generis, pero un ciudadano del mundo al fin y al cabo – no puede abstraerse del reconocimiento y de la ganancia. El problema aparece, sin embargo, cuando hablamos del deseo preponderante en su actividad filosófica. Platón acusa precisamente el fenómeno del pensador codicioso y del pensador ambicioso en su crítica a los sofistas y a los oradores respectivamente.
Protágoras cobra por enseñar su saber. Sócrates rechaza este comportamiento porque rebaja los ‘bienes del alma’ al nivel de las ‘mercancías’. No podemos desde nuestra situación juzgar a Protágoras con la dureza de Sócrates: no hay modo de vivir como filósofo sin cobrar un salario. Pero el rechazo de Sócrates no apunta tanto al recibir un sueldo como al relacionarse de un modo inadecuado con el objeto intelectual. La ‘verdad’ no es una mercancía, puesto que una vez ‘comprada’ – aprehendida –, no puede ser con igual facilidad ‘vendida’. ‘Ser convencido’ de algo implica identificarse con lo aprendido, de modo que la remoción de tal convicción, remueve también una parte de la propia identidad. El que comunica y convence de lo ‘falso’, deja al aprendiz en un estado de ‘autoengaño’, del que con dificultad podrá salir: no puede ser consciente de su error en la medida en que continúe estando en el error. La verdad que se alcanza pensando no es, por otra parte, ‘propia’ como una mercancía. Más bien se tiene por verdadero lo que puede ser ‘comúnmente’ aprendido por todos los hombres. El amor por la verdad en la enseñanza y en la escritura consiste por tanto en tener la cautela de no comunicar la falsedad y la consciencia de que no se está comunicando ‘lo propio’ cuando se dice lo verdadero. El amante de la verdad puede recibir un sueldo, mas no como paga por la ‘verdad comunicada’, sino por su servicio a instituciones que esperan, por razones muchas veces diversas, que el ejercicio de la búsqueda de la verdad sea organizadamente perseguido por académicos de tiempo completo.
Gorgias es, por otra parte, puesto en tela de juicio por ejercer el arte de la retórica. El retórico monta un espectáculo frente a un auditorio, el cual, embelesado, puede ser convencido de que lo blanco es negro y de que lo negro es blanco. La aprobación de los oyentes es conseguida por medio del dominio puramente formal del lenguaje, la apelación a las emociones y el halago de los apetitos. Sócrates ve en el modelo de la retórica una debilidad fundamental: quien busca a como dé lugar el convencer para alcanzar reconocimiento – y de ese modo, ‘poder sobre el otro’ –, no sólo se despreocupa de la búsqueda de la verdad, sino que camina en dirección opuesta a ella. La verdad puede ser incómoda, difícil de conseguir, e incluso una censura del auditorio. ¿Una retórica de la verdad puede entonces tener lugar? Sí, pero siempre y cuando se respete la prioridad de la verdad sobre la persuasión. Y esto significa que a veces se prefieran las pifias a los aplausos.
Es un hecho el que el deseo de ganancia y el deseo de fama no dejarán nunca de acompañar a la filosofía como actividad profesional. La codicia no será tanta, pues la ganancia prometida no es del todo espectacular. La ambición puede sin embargo ser considerable: el reconocimiento es la ‘justa ganancia’ que los filósofos profesionales creen muchas veces merecer. Es un reconocimiento de un mundo pequeño, pero exigente. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol. La academia contemporánea ha introducido, sin embargo, tanta competitividad en la filosofía profesional – y por tanto, tanta ambición –, que el ‘deseo de verdad’ se ve en peligro de ser desplazado por un preponderante ‘deseo de reconocimiento’. Es importante volver entonces a concentrarse en eso que buscamos cuando filosofamos y volver a gozar de la actividad intelectual por lo que ella misma trae, y no por los reconocimientos que un sistema aparentemente racional de medición y competitividad nos entrega. Sería triste que entre carrera y carrera se nos olvidase lo que vinimos a buscar.