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Excusas e impresiones de Buenos Aires

Toño G.

Acabo de volver de mi primera vez en Buenos Aires. Dejo algunas de mis impresiones.

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Avenida de mayo

Buenos Aires es la ciudad más europea de Sudamérica: por lo tanto, es también la ciudad más potente del continente. Quiéranlo o no, Europa inventó nuestra “ciudad” – el burgos – y, en ese ámbito de cosas, nosotros los latinoamericanos no debemos adscribirnos originalidad alguna, podemos ser tan sólo buenos o malos herederos.

Ahora bien, que sea una “ciudad al modo europeo” no quiere decir que Buenos Aires carezca de identidad. Al contrario: ser verdaderamente ciudad al modo europeo significa “nacer a partir del espíritu”. Los edificios, las calles, la “materia” de Buenos Aires, no es mera importación e impostación, sino que parece sustentarse en un “espíritu”. Ese espíritu, esa “alma” de la ciudad, no es otra cosa que el conjunto de relaciones “reales” entre los ciudadanos que, antes que buscar lo propio (como idiotés) buscan lo “común”. Esa es la grandeza de Buenos Aires, ese amor por lo común y, hay que decirlo, ese amor por la belleza y el arte de vivir. Porque lo común también es bohemia, encuentro en la calle, vida de bar, de mercado y de plaza.

Ahora, quizás habría que decir que así “fue” Buenos Aires y que lo que hoy me fascinó es una imagen de la decadencia, los estertores del enfermo terminal. Pero este juicio es exagerado. Lo que sí me parece claro es que la gloria descrita nació en otros tiempos. Buenos Aires ha preservado parte de su pasado, mas no lo ha reproducido del todo.

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La elegancia de Recoleta

Habiendo tomado un citytour nos detuvimos como parada final en Puerto Madero. Edificios modernos, restaurantes caros, ostentación: ¡no se jacten de eso, por favor, que entonces no marcarán ninguna diferencia! Si medimos Buenos Aires con esa vara, tal vez Santiago con sus rascacielos pueda sentirse superior. Pero eso no es gloria, es sólo dinero – y mal gusto.

“Lo común” parece también ser un valor del pasado en Buenos Aires. En Argentina se siente la falta de cohesión, la desconfianza frente a lo público – merecida frente a la incompetencia política de las últimas décadas y a la implantación de un culto cuasi-mesiánico de ciertas personas y partidos – y, como consecuencia, la huida hacia lo privado. Por eso es explicable que ese argentino inmigrante en Santiago, amante de los countries, haya encontrado en una comuna tan artificial como La Dehesa el lugar ideal.

Santiago, mi querida ciudad, no tiene Recoleta ni San Telmo ni Palermo, pero tiene Providencia, Bellas Artes, Bellavista y el Centro. No es lo mismo, pero es también “ciudad”. ¡Mas quién se preocupa del Plan Urbano en esta ciudad! ¡De la noche a la mañana la altura de cuatro pisos puede infringirse por una moles de treinta! ¡Y quién cuida el Patrimonio! El Centro de Santiago podría ser completamente otro, tan sólo haciéndose cargo de lo que ya hay. Desgarrado por dos almas, Santiago empezó a crecer en las últimas décadas como “ciudad extendida norteamericana” (nunca olvidaré un debate de comienzo de siglo, en el que profesores de la Adolfo Ibañez proponían para Santiago como modelo la ciudad de Phoenix) – un monstruo de carreteras, viviendo en la periferia, huyendo de la ciudad.

Que Santiago no tiene memoria de ciudad ni amor a la belleza se muestra para mí en nuestra actitud pasiva frente a la terrible contaminación del aire. Si no es suficiente argumento el aumento de enfermedades respiratorias, nuestro “sentido estético” debiera decirnos algo. Una ciudad depende de la geografía, su identidad se configura por su geografía.

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El barrio de san Telmo

No tenemos el río, el estuario y el mar que permitieron a Buenos estar abierto a Europa y ser comunidad de inmigrantes. Pero tenemos la montaña (la materia más trascendente de todas). Mas, ¿cómo una ciudad que se asienta a la ladera del segundo cordón de montañas más alto del mundo – grandeza absoluta – “no ve la montaña”? No me importa tanto ver la ciudad desde la montaña: quiero ver la montaña desde la ciudad. ¿Por qué un santiaguino no puede inspirarse una, dos o mil veces al día con la belleza sublime de la cordillera? Yo creo, como dijo ese escritor que ustedes sin duda conocen, que “la belleza salvará el mundo”. Y, si puede salvar el mundo, entonces servirá también de sostén a Buenos Aires en sus apuros actuales, y de medicina a este Santiago tan contaminado en cuerpo y alma.

En fin, esas fueron mis impresiones de Buenos Aires… y de Santiago – cuando fui a Buenos Aires.

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Meditaciones sueltas sobre el 12 de Octubre, día de la raza.

P.D.colon

1.“¿Día de la Raza? ¿Día de la hispanidad?” –preguntará algún hispanoamericano extrañado. No señor, acá no celebramos sino el multicultural “día del respeto a la diversidad cultural” (Argentina) o el amistoso “día del Encuentro de dos mundos” (Chile) o mejor aún, el aguerrido  “día de la resistencia indígena” (Venezuela). ¿Qué pasó con Hispanoamérica, por qué tanto revisionismo anti-hispánico? ¿Ya no nos es lícito celebrar el hecho de que Colón haya descubierto América? -“La palabra ‘descubrir’ presupone ya un punto de vista eurocéntrico’, amigo” nos recuerdan los ideólogos revisionistas, no sin razón. De acuerdo. Entonces celebremos que los americanos descubrieron a los españoles, ¿le parece? El eurocentrismo vuelve de nuevo a la carga, porque ‘lo americano’ es un invento hispano. No hay América como concepto sin España. Los aborígenes de este largo continente jamás se entendieron a sí mismos como parte de un todo étnico-cultural. De hecho, los araucanos eran, antes de la llegada de Valdivia, anti-incas. El anti-hispanismo es un producto también muy europeo, sin la lucidez de reconocerlo.

2. “Es preciso ir a España. Es indispensable, no una sola vez, sino varias, estar en Madrid, en Burgos, en Segovia, viajar de Toledo a Sevilla, de Sevilla a Córdoba…para pronunciar esos nombres magníficos: Guadarrama, Guadalquivir. Sólo eso nos permitirá escapar de la Torre de Babel de los dialectos, salir de la prisión de los lunfardos. Sólo así nos podremos dar el lujo verdaderamente imperial de pasar de un mundo a otro, de uno a otro hemisferio…y en los climas y latitudes más diferentes, entender y darnos a entender en el mismo idioma”. Esto escribía Alone hace más de 50 años. Creo que la situación se ha tornado más dramática, al menos en Chile. Si los famosos estudios siguen confirmado lo que el sentido común percibe sin su necesidad, esto es, que la mayoría de nuestros compatriotas no entienden lo que leen, esto se debe a un paupérrimo uso del lenguaje. Este maltrato a la lengua tendrá como consecuencia que un chileno en algunos años más no logre entenderse con un sevillano o con un bogoteño. El exceso de muletillas y groserías y la escasez de léxico han destruido tanto nuestra lengua, que hoy es cada día más raro encontrar a un universitario que pueda escribir y hablar un buen castellano. Es preciso, como dice Alone, ir a España…es decir, que en nuestros colegios se empiece a leer en serio a los escritores que fundaron la lengua que hablamos.

3. Es realmente triste  que entre los españoles exista racismo contra los hispanoamericanos. Muchos ecuatorianos o peruanos que conocí en Madrid se quejaron amargamente de que nunca faltaba el insulto o el desprecio de parte de muchos españoles, que ven en ellos a una amenaza o que consideran los rasgos indígenas como algo digno de mofa u odio. El racismo anti-hispanoamericano es, sin embargo, una actitud muy poco española. Los españoles que conquistaron, guerrearon y poblaron el continente americano veían al indígena como un igual al que había que vencer, doblegar, evangelizar e hispanizar. Sin esa premisa no se explica el hecho de que los españoles hayan buscado, como algo naturalísimo, a las mujeres de las élites indígenas para casarse con ellas o que sus poetas hayan visto en el indio a un héroe épico  (“La Araucana”). Hasta Diarmaid MacCulloch, historiador no precisamente pro-hispano, lo reconoce sin embagues: “Los españoles estaban muy dispuestos a establecer alianzas matrimoniales con miembros de las elites locales, en un contraste notable con los colonizadores protestantes ingleses en América del norte. Quizá los españoles sencillamente estaban más seguros de su propia cultura que los ingleses de la era Tudor  o Estuardo, que eran productos de una de las monarquías más marginales y de segundo rango de Europa…”

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Atenas según Carcuro

por P.D.

Tenía ganas de escribir algo humorístico o estético, y alejarme del tono de “denuncia” de mi último artículo. Pero al ver el capítulo sobre Atenas de “Europa mía” (TVN), conducido por el comentarista deportivo Pedro Carcuro, no me queda otra que lanzar este “yo acuso”.

(El capítulo entero está disponible en http://www.tvn.cl/programas/europamia/2012/?id=156032)

El fondo de toda la cuestión no es criticar sin más a un programa de la TV chilena, sino meditar acerca de lo pobre que nuestra cultura masiva y lo poco serio que somos como país.  Advertencia al lector: esta meditación no pretende ser

El filósofo P. Carcuro de viaje por Europa para que lo vea la «gente en la casa»

«positiva». Si Ud.  quiere leer algo más optimista sobre el Chile de hoy o piensa que preocuparse de estos temas es «elitista» y que no toca las  «problemas reales de la gente», le recomiendo darse una vuelta por otros blogs.

1. La imaginación carcuriana. Me parece que es legítimo preguntarse: ¿Qué hace Carcuro -el meloso comentarista deportivo- conduciendo un programa sobre ciudades extranjeras? En realidad, cualquiera podría conducir un programa de viajes, cuando el tema es justamente mostrar cómo es una ciudad para un turista. Pero Carcuro no quiere ser un simple turista. Carcuro pretende ser un investigador, un historiador, un sociólogo, que nos abre las puertas a la realidad ateniense actual. Por eso nos informa que en Grecia hay una nueva tendencia religiosa: “cada día más griegos adoran a Zeus, Atenea, Poseidón”. Pero estos griegos politeístas son acosados e instigados por el estado ortodoxo. “La Iglesia Ortodoxa tiene un poder aplastante. Por primera vez siento en carne propia lo que es la restricción a la libertad religiosa. Es algo que te angustia” relata Carcuro con su voz repelente. En la imaginación de Carcuro, lo griego tiene que ver únicamente con dioses, mitos y ruinas; con Brad Pitt matando troyanos. Por eso le dedica una parte importante de su documental a un grupo de marginales que se reúnen, según la poesía de Carcuro “en la oscuridad del bosque”, para vestirse con túnicas y hacer juramentos dentro una pieza decorada con  imitaciones de cartón piedra.

La cultura griega según Carcuro

Dentro de la imaginación de Carcuro, el cristianismo de 20 siglos, lo bizantino, no forma parte de la griego. El restorán que eligen para conocer la “comida griega” es un restorán(cartón piedra) donde sólo se come comida griega “antigua”, y donde las garzonas van disfrazadas con túnicas. La visión que muestra Carcuro de Atenas es tan de mal gusto como sería ir a Roma y buscar a un grupo de italianos que adora a Júpiter y luego ir a un restorán con triclinios donde los mozos van vestidos de gladiadores.

2.- La crisis económica. Grecia es, además del país de “las ruinas y los dioses”, el país en crisis. La Atenas de Carcuro es un eterno barrio lleno de grafitis, mendigos y encapuchados. En la mente de Carcuro, Grecia se reduce o bien a restoranes de cartón piedra o a crisis económica. Cualquiera en su sano juicio sabe que una ciudad con miles de años no se reduce a su estado económico actual, sea de pobreza o prosperidad. Pero Carcuro, sumo sacerdote del lugar común, nos invita a descubrir que todo es crisis. No hay lugar en su programa para la historia contemporánea de Grecia, ni su arte, ni nada, sino para hacer pseudo-reflexiones sobre el “salto al vacío” de Atenas en comparación al esplendor de antaño (¿siglo V a.C.?) De este modo, Carcuro se limita a imitar  los clichés de nuestros economistas “jaguares”, que en sus serias columnas están a acostumbrados a referirse a Grecia o Portugal como “economías en crisis”, sin darse cuenta de que cualquier griego o portugués lloraría de pena al ver la pobreza del Chile real.

3.- La embajadora. Pasemos a la embajadora. Pedro entrevista a la embajadora de Chile en Grecia, Carmen Ibáñez. ¿Carmen Ibáñez, la “regalona”? Sí. ¿Qué diablos hace Carmen Ibáñez de embajadora en Grecia? Si la promesa de Piñera de poner a los “mejores” siempre fue dudosa, esto es una broma de mal gusto. ¿Qué diablos estaba pensando Piñera o el ministro de relaciones exteriores cuando se nombró a Carmen Ibáñez como embajadora en Grecia? ¿No habrá alguien en todo Chile que pueda hacer mejor el trabajo de embajador en Grecia? ¿Por ejemplo, algún diplomático de carrera o alguien que sepa griego? Carmen Ibáñez reconoce no saber griego, pero ¡tranquilos!: está aprendiendo. A mi no me cabe

Su Excelencia, la «regalona»

en la cabeza que se pueda trabajar de diplomático sin saber la lengua que se habla en el país de destinación. ¿Se imaginan al embajador de Chile en Inglaterra excusándose ante el primer ministro de no saber hablar inglés, pero pidiéndole confianza, porque “está aprendiendo”? El hecho de haber destinado a Carmen Ibáñez como embajadora en Grecia dice mucho: el gobierno de Piñera considera a Grecia un país insignificante, una especie de Hawai para que el embajador de turno retome sus hobbies perdidos (El hobby de Carmen Ibáñez es la gimnasia). ¿Por qué? Porque es pequeño y está en “crisis”.  Para la tecnocracia de nuestro país, los países valen únicamente por su PIB. No cabe la posibilidad de pensar a Grecia o a Portugal como países interesantes desde el punto de vista educativo y cultural. El derechismo de Piñera y el izquierdismo de farándula de Carcuro coinciden en el desprecio de lo que no entienden. Grecia es para ellos un país irrelevante lleno de ruinas antiguas, burócratas y pordioseros.

Conclusión. La televisión chilena se encuentra hace décadas en un estado de decadencia continua. Los programas que podrían ser la excepción, como “Europa mía”, sólo confirman la regla. Se gastan millones en producir algo de pésimo gusto, superficial y engañoso. Y son los millones de todos los chilenos, puesto que TVN es el canal estatal. Programas como el de Carcuro nos aíslan en nuestro provincianismo mental y nos encierran cada día más en nuestra burbuja de farándula y politiquería. Creo que el próximo capítulo de la serie trata sobre Alemania. Si es consecuente con la línea,  me imagino que todo estará reducido a nazis, merecedes-benz, cerveza y sobre todo… el PIB de Alemania.

P.D.  Ya que me preguntan por una solución, yo propondría echar a Carcuro, transformar TVN en un canal de educación, noticias y documentales y sacar ipso facto a la «regalona» de su puesto.

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La turba insolente o porqué no ir a Roma si hay turistas

La sabiduría, en este siglo, consiste ante todo

en saber soportar la vulgaridad sin irritarse.

Gómez Dávila

por Pato D.

Elijo al apocalíptico Gómez Dávila para reconocer que estoy muy lejos de la sabiduría y para hacerlo mi compañero en esta columna pesimista. De mis recuerdos del viaje a Roma (que terminó hace unos días) quedarán para siempre los momentos de irritación al no poder estar en paz en las Basílicas, lugares santos y museos en Roma. Recuerdo especialmente que al entrar en la Basílica de San Pedro Ad Vincola (donde están nada menos que las cadenas con que ataron a San Pedro en Jerusalén) tuve que casi protegerme de la turba, que deseosa de sacar fotos (!), entró corriendo en horrible tumulto por la basílica para tapizar de flashes al Moisés de Miguel Ángel, y posar (con cara de imbécil) junto a esa conocida escultura. Los pocos que estábamos en la Basílica con ganas de sentarnos tranquilos a rezar y a ver las obras de arte tuvimos que retirarnos con rabia y pena. Lo mismo puedo decir de la Basílica de San Pedro, de San Pablo extra muros, de los museos vaticanos, etc. Realmente es algo increíble: en los lugares más santos, en los que debiera reinar el mayor recogimiento y el mayor silencio, es donde reina la bulla, la ramplonería, la turba de curiosos que no respeta a nada ni a nadie. En un mundo sin jerarquías ni diferencias, donde, como dice Gómez Dávila “se trabaja afanosamente para poner la vulgaridad al alcance de todos”, ir a Roma en Semana Santa es una opción más dentro de los paquetes que ofrecen las agencias de turismo, equivalente a ir Miami, Playa del Carmen o una isla griega. El turista postmoderno, el burgués de pocas ideas pero de muchas certezas, ejerce su derecho sagrado de consumidor y va a Roma. y allí arrasa con todo, allí lleva a cabo un nuevo sacco di Roma: entra a basílicas como si fueran el supermercado de la esquina, va a museos y mira -o más bien, fotografía- las esculturas romanas, dejándose embelesar unos minutos por el guía turístico que le narra una historia llena de chistes  y ‘datos freak’  : un “pop corn” histórico (escuché a un guía turística, intercalando bromas, explicar que San Jerónimo era el «culpable de traducir la Biblia del arameo al griego (sic)). La vulgaridad como modo de vida dentro de las catacumbas: no hay contraste más grotesco. Estos mismos turistas son los que no respetan los templos budistas ni las sinagogas, los que atestan los museos con el fin de sacar fotos a obras de arte “famosas”, haciéndole perder la paciencia a los guardias que repiten “¡no flash!”. Estadounidenses, japoneses, suecos, brasileños, italianos, chilenos e hindúes, todos unidos bajo la misma consigna: el que saca más fotos y se comporta de modo más imbécil, gana. La globalización de la estupidez.

Pienso: ¿se puede solucionar esto? (me refiero al tema puntual de la entrada a los museos, no a la vulgaridad como modo de vida). Quizá cobrando más en los museos, pero no: sólo se le impediría la entrada al que tiene menos plata, y como dice Gómez Dávila con lucidez, “la vulgaridad no es producto popular sino subproducto de prosperidad burguesa”. ¿Se pueden cerrar iglesias, o pedir una especie de carnet de buena conducta? Imposible. Hay que insistir en  que el mal comportamiento en los lugares santos no obedece a la falta de religión, sino a la falta de seso: un no creyente con el mínimo tino se puede pasear por una basílica en perfecto recogimiento, así como un  cristiano sencillo entra a una mezquita y muestra respeto por el lugar sagrado de los musulmanes.  Con todo, la desacralización del mundo (con la conscuente idolatrización de otros bienes) no puede tener sino como efecto la trivialización de lo sacro, la reducción de lo sacro a bien de consumo o souvenir. Con respecto a los lugares santos, habría que idear un modo de salvaguardar al peregrino en desmedro del mero turista, pero no sé me ocurre cómo. Con respecto a los museos, he decidido mantenerme alejado de ellos. No solamente porque la idea misma de museo moderno -o el modo en que tenemos de recorrerlo- me parece horriblemente agotadora, sino porque el comportamiento de esta turba infeliz, ávida de fotos e incapaz de apreciar la belleza como diría Platón, hacen que la visita a un museo no sea más que un mal rato. En las conciertos de música clásica pasa algo parecido. Me acuerdo de Alfredo Perl en el Teatro Municipal, haciendo callar a las señoras que se entretenían arrugando bolsas y tosiendo frenéticamente. Para qué decir en el cine, donde el tráfico de bebidas, cabritas de maíz, ruidos de celulares, y exégesis en vivo hacen que muchas veces ir a ver una filme sea una experiencia molesta, como insiste de vez en cuando Agustín Squella en sus columnas mercuriales.

No obstante, esta postmodernidad también nos ha brindado un dulce consuelo: el disco, el libro Taschen, el reproductor de películas casero. Mucho se podrá decir sobre la inautenticidad y el  carácter derivado de escuchar un disco (la metáfora de Celibidache: “escuchar un  disco es como acostarse con una foto de Brigitte Bardot”), pero en tiempos oscuros como este, no es un refugio desdeñable. Muchas veces logramos una mayor plenitud auditiva escuchando un disco en el silencia de nuestra casa que escuchando a una orquesta en vivo, con todo el vértigo de su presencia real. Glenn Gould, ese gran pianista y defensor del disco, decía que escuchar un disco le parecía una experiencia más espiritual que sentarse en una sala con miles de personas. No deja de tener razón: el gozo de una obra de arte exige muchas veces una intimidad y un reposo que no puede brindar ni el Museo Vaticano ni la Ópera de Viena. Junto a Glenn, no somos pocos los que hemos decidido abdicar a la experiencia masiva del arte y encontrar en la tranquilidad del hogar, lejos del mundanal ruido, junto a algún amigo y un buen cigarro, el lugar adecuado para gozar de la obra de arte.

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